Un país que sufrió lo que sufrió el nuestro no merece lo que le hacen. Una sociedad que ha vivido los dramas incontables que vivió la nuestra no se merece que la pongan en duda. Unas víctimas inocentes a las que tenemos la obligación de respetar no merecen que se busque rentabilidad a su costa. Y las familias, cuyas vidas destrozó la dinamita, tampoco se merecen que una década después se hayan convertido en recuerdos molestos.
Y, sin embargo, eso es lo que hemos hecho. Al tiempo que celebramos misas y homenajes, tenemos que escuchar y soportar que se siga hablando de la conspiración, de que aún no se conoce toda la verdad y que han ganado los asesinos porque hay jueces que no indagan. Y esto nos lo dicen quienes ocupan cargos de extraordinaria responsabilidad y predicadores de todo tipo que levantan sobre el desgraciado 11-M sus cuentas de resultados.
Han pasado diez años y estamos como en aquella fría mañana del trágico atentado. Seguimos concediéndole más trascendencia a bulos y manipulaciones que a respetar a quienes se fueron y a los que quedaron. Discutiendo si los asesinos vestían txapela o turbante. Como si las bombas las puso el ejército guerrillero de liberación del Puente de Vallecas. Los 191 muertos, 1.858 heridos y los miles de familiares no se merecen lo que se les está haciendo.