El alma social de Álvaro del Portillo

Ángel Lasheras (Vicario del Opus Dei en Galicia) TRIBUNA

OPINIÓN

11 mar 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de monseñor Del Portillo, que será beatificado en Madrid el próximo 27 de septiembre. Un compañero suyo testimoniaba sobre sus andanzas por las chabolas de la periferia de Madrid hacia 1933: «Tengo grabada en la memoria la imagen de Álvaro, con uno de aquellos pobres niños entre los brazos, por las calles de Madrid, dirigiéndose al asilo». Varios hermanos pequeños vagaban abandonados, pues sus padres habían sido detenidos por la policía. Después de varios intentos fallidos y comprobar que nadie quería ocuparse de ellos, los dos amigos decidieron llevar los niños a un asilo mientras se resolvía la situación de los padres.

Del Portillo, en aquel momento estudiante de Ingeniería, recordaba años después que «el contacto con la miseria humana produce un choque, que es lo que me preparó para cuando me presentaron a san Josemaría». Álvaro resaltaba así el hilo que conecta la huella que imprimió en él la pobreza, con su compromiso para siempre en el Opus Dei.

Inspirado por ese anhelo de entrega a Dios y a los demás, Álvaro del Portillo se embarcó a lo largo de su vida en cientos de viajes pastorales por los cinco continentes con una finalidad netamente evangelizadora. Una y otra vez descubría la multiforme cara de la pobreza. Secundó con energía las iniciativas asistenciales, médicas, educativas, puestas en marcha en vida de san Josemaría. Luego, durante el período en que fue prelado del Opus Dei (1975-1994) inició otras muchas, contando con la ayuda de personas de todo el mundo: en el Congo, Costa de Marfil, El Salvador, Filipinas, Brasil, etcétera.

Le preocupaba resolver la situación inmediata de necesidad de las personas, aquí y ahora, pero también las estructuras sociales injustas y cristalizadas, que repelen a los débiles y cuya transformación demanda cirugía mayor y esfuerzo sostenido. Por eso, desde la perspectiva del largo plazo, impulsó también universidades, centros superiores o escuelas de negocios en países con menos recursos.

Late en el trasfondo una de las líneas básicas del desarrollo: la formación de mujeres y hombres en cada país, que en el futuro serán los que influyan en las estructuras de su propia gente: profesores universitarios, agentes de salud, profesionales liberales, funcionarios, emprendedores, etc. Las cuestiones en juego configuran el sustrato previo de estructuras más justas: la introducción de la ética social en las relaciones económicas, el fortalecimiento de una cultura del servicio público fundamentada en el bien común y no en el poder y el dominio, hacer realidad el acceso de la mujer a todos los ámbitos, fomentar la sensibilidad ante los derechos sociales, etc.

Álvaro del Portillo era bien consciente de que no era el primero en trabajar en aquellos lugares y que sus iniciativas se construían sobre la labor evangelizadora, no siempre valorada, de generaciones de misioneros y cristianos que roturaron antes que él esas tierras. Así lo recordaba y lo agradecía allá donde iba. En cada sitio, su memoria evocaría de nuevo los rostros de los pobres de aquel Madrid de 1933, para fundirse finalmente en uno solo: el de Jesús niño, mujer, hombre, anciano; despreciado, hambriento y lacerado.