La xenofobia no existe, pero haberla hayla

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

13 feb 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Mi comentario del martes sobre el final del paraíso suizo de los inmigrantes ha destapado la caja de los truenos. En los correos recibidos, casi todos procedentes de gallegos afincados en Suiza, hay críticas (razonables), elogios (inmerecidos) y también alguna ristra de insultos e improperios que, con el fin de probar que no existe xenofobia en el edén helvético, descarga toda la ira xenófoba sobre mis humildes espaldas. Lo cual demuestra la hipersensibilidad que suscita el tema y prueba la virulencia del debate que precedió al referendo suizo.

El fenómeno del racismo y la xenofobia no lo he inventado yo. Existe más o menos larvado y se expande como la metralla cuando estalla la crisis económica. Incluso la extrema derecha, la misma que se felicita por el «sentido común» de los suizos -Marine Le Pen dixit-, lo reconoce, aunque intercambiando los papeles de víctima y verdugo. Así, Gérald Pichon, autor del libro ¡Blanco de mierda!, sostiene que el racismo anida en los inmigrantes de los arrabales de París que insultan, agreden y violan a los franceses genéticamente puros.

El racismo y la xenofobia tienen raíces económicas. La dependienta de Zúrich que advirtió a la multimillonaria Oprah Winfrey de que aquel bolso era «demasiado caro para ella» no estaba mostrando una actitud estrictamente racista. Simplemente, tras procesar los datos del subconsciente, había establecido una identidad razonable en términos estadísticos: piel negra = bajo poder adquisitivo. El mismo proceso mental que nos lleva a distinguir entre el moro de la patera y el árabe -o el jeque- del yate.

Dejémonos de lerias. Nos molesta compartir el salón de casa o la plaza del pueblo con el extraño. Más aún si pretende levantar minaretes o deturpar nuestros ritos. Pero lo toleramos complacidos si nos sirve el café en la terraza y, además, contribuye con sus cotizaciones a financiar la pensión del abuelo. Si no hay café que servir, porque los bolsillos están vacíos, el inmigrante sobra.

Así se explica el desencaje de la globalización, aquella utopía liberal que iba a desparramar la prosperidad y el bienestar por el planeta. Mundo de ensueño y sin fronteras, la aldea global donde los capitales, las mercancías, los servicios y los trabajadores circulaban libremente. La teoría se cumplió a medias: los capitales se mueven sin trabas y el flujo de mercancías y servicios, aunque el proteccionismo atasca a menudo la tubería, también creció enormemente.

¿Y las personas? Cabría esperar que el factor trabajo también circulase libremente por el ancho mundo. Pero no. Hace tiempo que el capitalismo, auxiliado por la revolución tecnológica y el abaratamiento del transporte, ha encontrado la fórmula magistral para evitar invasiones migratorias: trasladar la fábrica a países con mano de obra barata, en vez de abrir las puertas a la mano de obra barata. Suiza acaba de descubrir el truco. Y de poco vale, me temo, la advertencia comunitaria de que «el mercado único no es un queso suizo lleno de agujeros».