El retorno de la mayoría silenciosa

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

14 sep 2013 . Actualizado a las 06:00 h.

Ha vuelto. La última vez que había aparecido en nuestra vida pública fue hace un año, exactamente el 26 de septiembre del 2012. Mariano Rajoy estaba en Nueva York, se dejó retratar fumando un puro por la calle, mientras España se incendiaba por las protestas de los indignados, y lo dijo: hay una pequeña parte de España que se manifiesta, pero la inmensa mayoría está en sus casas tranquilamente, acude a trabajar si puede y no participa de la algarada. Fue la primera vez que el Gobierno se amparaba en la mayoría silenciosa como respaldo de su política y como ejemplo del país tranquilo al que solo agitan unas minorías rebeldes.

Y ahora ese concepto ha reaparecido. Lo utilizó la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, con la misma finalidad: frente a los independentistas hay una mayoría silenciosa a la que hay que escuchar. Algunos se arriesgaron a cuantificarla: si Cataluña tiene siete millones de habitantes, y en la cadena humana hubo millón y medio, cinco millones y medio de personas no quieren separarse de España. Es otra cuenta de la lechera, y con un peligro: como esos números son teóricos, se brinda a los independentistas la respuesta fácil de «vamos a contarlos en referendo». Es lo que ha replicado Artur Mas.

Pero es más llamativo el síntoma. Soraya Sáenz de Santamaría no lo ha vivido porque es muy joven, pero la mayoría silenciosa fue, por ejemplo, el recurso que utilizó Richard Nixon para buscar un apoyo teórico a su política y a su gestión de la guerra de Vietnam. Aquí, en España, la mayoría silenciosa fue utilizada en los tiempos finales del franquismo por el almirante Carrero Blanco para demostrar (es un decir) que aquel régimen contaba con un apoyo popular mayoritario y que los demócratas que empezaban a asomar no representaban el auténtico sentir del pueblo. La mayoría silenciosa se convertía así en un refugio de Gobiernos en apuros. Quizá en un apoyo de gobernantes poco seguros. Quizá en el único consuelo que le queda al político desbordado por el ambiente de una calle hostil.

Por eso, cuando oigo a una persona tan inteligente y con tanto sentido del Estado como Sáenz de Santamaría utilizar ese mismo concepto, me pongo a temblar. Cuando un Gobierno se ampara en algo tan etéreo, fruto solamente de la imaginación o el deseo, puede ser síntoma de debilidad. Puede ser un recurso fácil, usado a falta de otra argumentación. Puede estar denunciando desorientación, como le ocurría a Rajoy cuando no sabía hasta dónde podía llegar el movimiento de los indignados, que estaba llenando las portadas de la prensa internacional. Y puede ser, y eso sería lo peor, un obstáculo intelectual para valorar los auténticos sentimientos de la sociedad.