La economía y los pecados del capital

Fernando González Laxe
Fernando González Laxe FIRMA INVITADA

OPINIÓN

28 abr 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Hace unos años, el gran humorista gallego Siro López Lorenzo publicada un magnífico libro titulado Los pecados del capital. En su introducción justificaba el título diciendo «son los pecados del capital y no los pecados capitales, porque no peca quien quiere, sino quien puede». Tenía razón, sobre todo ahora, cuando se analiza la actual recesión económica.

Si hacemos un paralelismo de dichos pecados con la situación española encontraremos muchas coincidencias, como muy bien acaban de relatar dos brillantes profesores universitarios, A. Martínez y J. Palladó, en un reciente trabajo. Veámoslo de manera detallada y concreta.

La insaciable voracidad del sector privado al consumir grandes recursos del exterior, a bajos tipos de interés, a través de los confiados inversores extranjeros, ha constituido el primer pecado capital, la gula. Hoy la enorme deuda pesa como una losa sobre las familias y las empresas; y su obligada reducción significa limitar el gasto en consumo e inversión con sus inapelables efectos sobre la actividad económica y el empleo.

Es preciso citar la soberbia con la que numerosas entidades financieras, sin respetar criterios mínimos de responsabilidad, prudencia y, sobre todo, profesionalidad, han actuado, con insólita arrogancia e ignorando cualquier análisis serio de riesgos en los procesos de intermediación financiera. Su comportamiento está arrojando al vacío a muchas personas y empresas. A las primeras, arruinándolas con sus actuaciones, como las preferentes; y, a las segundas, cerrándoles el grifo de la financiación.

El ansia de ganar cantidades crecientes de dinero mediante compraventas de empresas, recalificación del suelo, construcción de viviendas y reventa de las mismas, etcétera, constituye la codicia. Es el resultado de un proceso de desvío permanente de recursos financieros y humanos hacia actividades como la construcción/especulación, opción que ha impedido el desarrollo de otras actividades capaces de mantener nuestra competitividad internacional a largo plazo, pecado que, en la actualidad, padecemos.

Cuando las Administraciones públicas y las empresas destinan, sin freno, parte de sus presupuestos a gastos suntuarios, con escasa planificación y control, y a determinadas obras, servicios o actuaciones varias, con sistemáticos sobrecostes y con incrementos de la dimensión del sector público, entramos en el cuarto pecado del capital, llamado la lujuria.

Pero cuando no abordamos las reformas necesarias para paliar, atenuar o anticipar los efectos antes de que se perciban las fuertes implicaciones en épocas de dificultades, es cuando nos encontramos con la pereza. Es decir, el hecho de no llevar a cabo las reformas necesarias, o cuando procedemos a retrasarlas o simplemente cuando las hacemos coincidir con fases recesivas del ciclo económico. Viéndolo con retrospectiva, es demasiado ostensible la inercia y la aversión a actuar y a corregir los desequilibrios; y, por tanto, emerge ese pecado capital.

La envidia se hizo patente cuando nos considerábamos la vanguardia mundial y presumíamos de nuestros éxitos, queriendo aparecer como líderes en todos los foros internacionales. Desde afuera nos veían como inestables, pero era el momento de la exaltación de lo propio, de lo nuestro, «digan lo que digan», como apuntaban las letras de las canciones populares.

Por último, la ira, que llega al aceptar la dureza de la crisis. Ahora, el Gobierno nos pide paciencia, prudencia, reflexión? Pero la crisis se ha ido llevando por delante la confianza, la comprensión, la esperanza... Y ya no tenemos enemigos externos para echarles la culpa de todo lo que acontece; ahora, somos nosotros mismos los que nos miramos al espejo y? empezamos a conocernos mejor.

Para terminar nos queda hacer la penitencia y el propósito de enmienda. La primera es la que estamos pagando todos los españoles, aunque unos más que otros. La contrición es la austeridad, pero no es compartida por todos de manera equitativa y equilibrada. Los acontecimientos actuales exigen más penitencias; pero debieran aplicárselas aquellos que pecaron más. La absolución inmediata debería ser para aquellos que ni pecaron ni tuvieron la oportunidad de pecar, porque no pudieron o porque ni lo iban a hacer, por supuesto. Y el propósito de enmienda deberían ser las acciones tendentes a profundizar en las necesarias reformas estructurales y en las nuevas propuestas de proyectos viables y compartidos. Si se quiere la absolución, es imprescindible el propósito de no volver a cometer los mismos pecados nunca más. Porque aquí no vale decir «ponemos el contador a cero» o argumentarlo con el «pasó lo que pasó».