Ir a correr, salir corriendo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

17 abr 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Es día de fiesta en Boston: se corre, como todos los años, desde hace más de un siglo, su famoso maratón. Los Carpenter se han levantado temprano, porque no quieren perder la oportunidad de coger un buen lugar desde el que ver pasar a unos seres de acero que, en poco más de dos horas, son capaces de zamparse los 42 kilómetros de la gran prueba deportiva de esfuerzo y resistencia. Preparados los bocatas, con agua suficiente y unas bebidas isotónicas por si viene un día de calor, los Carpenter se montan en su Chevrolet Spark y salen felices a disfrutar de una jornada que los pequeños de la familia (Tom y Lisa, que asisten como espectadores a su primera carrera) recordarán por muchos años.

Y en efecto, los Carpenter, como todos los norteamericanos y otros muchos habitantes del planeta, no olvidarán jamás el maratón de Boston del año 2013, aunque por motivos que nada tienen que ver con el deporte: porque ese maratón acaba, trágicamente, con la explosión de dos bombas que algún criminal (persona o grupo) ha colocado en la meta de la prueba. El resultado de un acto que, como todos los de ese tipo, no podía no perseguir una masacre es de tres muertos, además de más de cien heridos, algunos de ellos con terribles mutilaciones que les destrozarán sus vidas sin remedio.

El atentado de Boston, cuyo impacto internacional es el que tienen siempre las noticias que llegan de ciertos lugares del planeta, no es distinto, sin embargo, en su naturaleza, aunque sí, claro está, en sus consecuencias, de otros que han tenido lugar en diferentes ciudades europeas ni, por supuesto, de los que se producen, con una frecuencia que estremece, en Irak o Afganistán. En Boston los deportistas fueron a correr y debieron salir corriendo de un infierno. En otros lugares pobres, dejados de la mano de Dios y de la de las agencias de noticias, la gente va a comprar a un mercado y queda vendida ante la posibilidad de que este o aquel grupo terrorista decidan llevárselo todo por delante.

Por eso, más allá de fronteras, ideas y grados de riqueza individual o colectiva, el terrorismo se ha convertido en uno de los mayores enemigos de la humanidad y la civilización. Por su capacidad para llegar a todas partes, por la desalmada impiedad con que castiga al que sencillamente pasaba por allí y por la falta absoluta de cualquier horizonte razonable para dar salida a las reivindicaciones que dicen defender, los terroristas son un peligro para la paz mundial, para la seguridad individual y colectiva y para cualquier intento de solucionar las diferencias de pensamiento y los desequilibrios de renta y desarrollo de una forma negociada. Porque los terroristas solo defienden, al fin y al cabo, su supuesto derecho a matar a todo al que, en su delirio, terminan por considerar un enemigo.