Ni siquiera el gallego tiene valor absoluto

OPINIÓN

16 mar 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

El escritor Méndez Ferrín acaba de hacer una metáfora que trae encandilada a la parroquia -«Non podemos deixar que o galego se afunda, vale máis que o pórtico da Gloria»-, cuyo éxito se basa en su hipotética capacidad para resolver dos problemas enquistados en la cultura gallega: la formulación de una política lingüística adecuada a las necesidades del país -propuesta cuestionada el miércoles pasado por Blanco Valdés-, y la implantación de un concepto de nación que, anclado esencialmente a la lengua, se convierta en marchamo de identidad y referente valorativo de las políticas públicas. Y esto lo cuestiono yo.

La tentación de convertir hechos instrumentales en esenciales, que los escolásticos denominaron ontologizar, es un clásico. Primero elevamos a categoría de absoluto un concepto, un proceso lógico, o una relación simbólica, y después tomamos por realidad eterna e intangible todo lo que tales absolutos generan o expresan. Y así nos garantiza Méndez Ferrín dos cosas -idioma y nación- que las actitudes de los gallegos relativizan diariamente.

Anselmo de Canterbury probó con esta técnica la existencia de Dios -porque un silogismo esencial para la definición del ser se convertiría en absurdo si Dios no existiese-. Y así queremos garantizarnos los gallegos la existencia de nuestra identidad nacional, porque mientras tengamos lengua tendremos nación, y mientras tengamos nación tendremos lengua. A Hegel le gustaban muchos estos alardes dialécticos de fecundidad ilimitada, pero la vida cotidiana nos obliga a bajar de lo ideal a lo real por la escalera de servicio. Los idiomas que construyeron la cultura occidental, y en los que se escribieron los siete libros más importantes de la historia -el griego clásico y el latín-, son lenguas muertas. Del idioma que hablaban las culturas egipcia, asiria o babilonia nos quedan solo destellos arqueológicos. Y la Biblia fue escrita en cuatro lenguas -griego clásico, latín, hebreo y arameo- que ya no se hablan o que tienen escasa conexión comprensiva con sus reconstrucciones modernas. Y algo parecido le va a pasar al gallego, que surgió cuando el pórtico da Gloria ya era viejo, y que, cuando se haya perdido, solo mantendrá como vestigio indeleble, última en pronunciarse, la palabra croque, a la que seguirán recurriendo muchos idiomas para explicar la humilde figura de Mateo -«o Santo dos Croques»- en el parteluz del arco triunfal.

Esta es la realidad, y lo demás son esencias hipertrofiadas que dificultan o impiden la correcta interpretación y el adecuado gobierno de las cosas importantes. Y entre esas cosas importantes -que no esencias imperecederas- están el gallego y Galicia misma, que a base de idealizaciones sucesivas van perdiendo atractivo para una inmensa mayoría que no quiere vivir, ni hablar, ni trabajar con materiales sagrados.