Un papa para una Iglesia más abierta y social

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

14 mar 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Si nos atenemos al nombre (vicario de Cristo en la Tierra), no hay un cargo civil ni religioso más importante. Si nos atenemos a la atención mediática (5.600 periodistas acreditados, millones de horas de televisión en todo el mundo, incontables páginas de periódicos), no hay acontecimiento más relevante que la elección de un papa. En teoría, tampoco hay responsabilidad mayor. Un papa es un punto de luz para dos mil millones de creyentes. Es la cabeza de un imperio sin más fronteras que las del propio planeta. Es el emperador de una organización que posee un incalculable patrimonio, obras benéficas y centros educativos. Y es el máximo responsable de un grandioso ejército de personas que se entregan al servicio de los más necesitados.

Y ese hombre es, desde ayer, Jorge Mario Bergoglio, en adelante su santidad Francisco I. No estaba ni en la quiniela más amplia y menos arriesgada. No es por presumir, pero ayer en TVE este cronista anunció: «Tengo la impresión de que hablará el idioma castellano». Y lo habla. Y digo algo más: no creo que el idioma haya sido ajeno a su elección, ni ha sido indiferente su continente de origen: la muy católica Sudamérica. La Iglesia ha querido acercarse al segundo idioma más hablado del mundo y ha querido enviar un mensaje de universalidad, como corresponde a su propia esencia. Lo de menos es que sea argentino. Lo significativo es que sea hispanoamericano. Se ha dado el salto fuera de Europa. Podemos hablar de una cierta estrategia geográfica. Su único riesgo está en los recelos que pueda causar en Brasil.

¿Qué se le puede pedir? Frente a toda la expectación suscitada, no pienso que vaya a hacer una gran revolución ni sienta la necesidad de hacerla. Revolución sería, por ejemplo, dar entrada a la mujer en el sacerdocio. Revolución sería abrir la Iglesia a las nuevas costumbres, a una mayor tolerancia sexual o someter a debate el fin del celibato. No me atrevo ni a pensar que ninguna de esas ideas pase por su cabeza. Pero tiene desafíos inmensos.

Su primera obligación será la que marcó el cardenal Sodano en su homilía previa al cónclave: mantener la unidad de la Iglesia. Después, administrar bien la herencia de 2.000 años, con todos sus defectos y su capacidad de supervivencia. Y después, como creyente, me conformo con estas aspiraciones: que los poderes fácticos del Vaticano le dejen abrir la Iglesia al pueblo; que este papa haga de la Iglesia una institución ejemplar, irreprochable en las conductas de sus miembros y capaz de poner en práctica su doctrina social. Y algo más, que quizá he escrito alguna vez: si algo necesita el mundo de un papa, es que, en plena crisis de creencias, sepa ser el gran referente moral de esta sociedad.