La peculiar democracia vaticana y sus efectos

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

13 feb 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Me perdonará el lector por atreverme a trasladarle una reflexión sobre un tema que me queda muy lejano. No soy, ni lo pretendo, uno de esos vaticanólogos que ahora surgen como setas y por eso analizaré la próxima elección papal con las únicas armas del sentido común y de mi oficio, que me obliga a saber un poco de elecciones.

Se dice, y se dice con razón, que la designación de un papa es una de las más antiguas muestras de sistema democrático. Fue, si no yerro, Nicolás II quien estableció, mediado el siglo XI, la elección del sumo pontífice por un cónclave cardenalicio, lo que sitúa esa forma de nombrar a la más alta jerarquía de una institución -que es un Estado al propio tiempo- en la avanzadilla de la historia. Algo que supone, reconozcámoslo, una corta compensación a todo aquello en que la Iglesia ha ido remolque de los cambios culturales y sociales.

Pero ese sistema democrático -el cónclave que se reúne en la deslumbrante capilla Sixtina- presenta dos peculiaridades de efectos muy notables. La primera, el hecho de que aquel esté formado por gente de edad avanzada en su inmensa mayoría, lo que condiciona la edad del propio papa. Hasta la elección de Juan Pablo II, no era ese un problema, pues los papas vivían recluidos entre el Vaticano y Castel Gandolfo, su residencia de verano. Pero Karol Wojtyla impuso hacia el futuro un estilo de papado inasumible para quienes, por su edad, no lo resisten. En las democracias mundanas hay una edad mínima para votar, mientras la vaticana fija una edad máxima, lo que da idea del abismo que existe entre una y otra.

Pero, con ser eso llamativo, lo más peculiar de la elección papal es la falta absoluta de correspondencia entre quienes votan y el peso que tiene la Iglesia católica en sus respectivos territorios. Un solo ejemplo será más que suficiente: Italia, un país con 60 millones de habitantes y, como casi todos los europeos, profundamente secularizado, enviará al próximo cónclave 28 cardenales. Brasil y México, con 194 y 117 millones de habitantes, enviarán ocho (cinco y tres, respectivamente), pese a ser la primera y segunda naciones del planeta en número de católicos activos.

Es, de hecho, esa total disociación entre la composición del cónclave y la distribución de los católicos en los cinco continentes la que explica, probablemente, que la sensibilidad de la propia Iglesia ante decisivos problemas sociales de nuestro tiempo tenga tantas dificultades para ajustarse a la pluralidad de un catolicismo que, a la fuerza, no puede ser el mismo en las zonas (Europa, EE.?UU. y Canadá) donde la Iglesia lucha contra la imparable secularización y en aquellas (África, Asia e Iberoamérica) donde lo hace contra las terribles plagas de la desigualdad, la miseria y la brutalidad sobre los desamparados de la Tierra.