Cuando el mar proceloso de la política española se agita con furia, el encuentro entre el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y el rey Juan Carlos no deja de ser un acontecimiento relevante pese a su prolongado y elocuente silencio. La única información filtrada, y puede que interesada, fue la eterna queja del presidente Mas sobre la situación económica de Cataluña en el Estado de las autonomías. Esta vez el lamento se concentró en la desigual distribución del déficit a computar en el presente ejercicio entre la Administración catalana y la Administración del Estado, circunstancia que produciría -según el honorable- asimetrías y sacrificios presupuestarios inaceptables.
La opinión del rey sobre lo que está sucediendo en Cataluña es ya conocida. La expresó de forma amable en diferentes ocasiones, después de la manifestación multitudinaria que supuso la última Diada celebrada el pasado mes de septiembre. Pero el 23 de enero el Parlamento catalán dio otro paso en su estrategia independentista, aprobando un texto donde se proclama al pueblo catalán «sujeto político y jurídico soberano». Desde entonces el rey mantuvo el silencio, aunque cabe suponer que coincidirá con la reacción del Gobierno, ya que este puede recurrir al artículo 161.2 de la Constitución una vez formalizado dicho acuerdo. Este artículo permite impugnar la resolución del Parlamento catalán ante el Tribunal Constitucional, puesto que la única soberanía reconocida por la Carta Magna es la residenciada en el pueblo español.
Pero esta crisis política e institucional de Cataluña es también una magnífica oportunidad para corregir errores y deficiencias de nuestro Estado descentralizado que tanto bienestar ha proporcionado a los distintos pueblos de España. Estos errores afectan a principios básicos de los sistemas complejos y descentralizados. La suficiencia financiera, la igualdad, la responsabilidad fiscal, la solidaridad y la lealtad institucional o la transparencia proporcionan ejemplos elocuentes al respecto. La reforma del Senado, la disciplina presupuestaria, combinar con inteligencia bilateralidad y multilateralidad o corregir déficits estructurales son también medidas ligadas a nuestra forma de convivencia. Y a esto se le puede llamar federalismo o sistema político descentralizado. Da igual. Pero urge la racionalidad del mismo por sus beneficios generalizados.
Somos muchos los que queremos una España moderna y solvente, respetuosa con los pueblos que la integran, con un sistema educativo abierto y exigente, con una sanidad avanzada y solidaria, con una economía desarrollada y con un Estado de bienestar sostenible. Y también somos muchos los que queremos integrarnos más y mejor en la Europa de la ilustración, del progreso y del bienestar social.