Rodrigo Rato, el hombre que no supo perder

Venancio Salcines
Venancio Salcines LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

09 may 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Los sociólogos explican que uno tiende a comportarse acorde a los que nos ven, y cuando uno se escapa de esta máxima tiende a sentirse vacío. Falta el suelo. Por eso es tan difícil cambiar, reivindicamos el espacio, el que creamos ante las miradas de los demás.

La era Aznar engulló a un Rodrigo Rato, joven liberal de derechas, con formación en las mejores universidades y lo transformó en un hombre milagro. El prestigio del Aznar de la primera legislatura recayó sobre él. Recordaban al tándem de la primera transición económica, Adolfo Suárez y Fuentes Quintana. Brillaba uno, brillaba el otro. La segunda legislatura ya sabemos cómo acabó y en ese momento Rato, al desmarcarse, alcanzó su mayor gloria. La derecha económica había encontrado a su político, el que es capaz de adentrarse un día y otro también en las trincheras de la izquierda y vaciarla a poquitos. Rajoy, ese hombre gris al que nunca invitaríamos a una fiesta pero sí le dejaríamos las llaves de casa, fue nombrado candidato. Rato alcanzó las alturas. El barrio de Salamanca ya tenía su mesías. El que ha de venir.

Arrancó su exilio por el FMI y allí ni vio ni ayudó a que otros viesen. Estaba solo en tierra que convirtió en hostil. El fracaso americano pudo ser mayor, lo salvó la prensa amiga. Ensalzó su cargo y silenció su gestión. La crisis económica impulsó al candidato gris. Quien antes veía apatía ahora percibía serena quietud. En nada se dio cuenta Rato de que esa carrera tenía dueño. Las broncas de Blesa, último presidente de Caja Madrid, y Esperanza le enseñaron el camino: Bankia. Desde esa atalaya podría mirar a los ojos a cualquier político o financiero de España. Y cómo no, reivindicar su faceta de hombre milagro. Con ese sentimiento empezaron sus desgracias.

El que está hecho a librar mil batallas sabe que gestionar la derrota es otra de sus funciones. Hace cerca de un año Bankia estuvo dudando si salir o no a bolsa. Los inversores institucionales no quisieron entrar y los que lo hicieron fue por mil motivos ajenos a las decisiones que marcan toda inversión. Los directores fueron expuestos a mil presiones para colocar las acciones. Transformó su salida en un dramático Rubicón. Cruzarlo o morir. Lo cruzó. Pudo no hacerlo. Llamar al Gobierno. Decir la verdad. No era su gestión. Era la de Blesa y la de otro puñado de dirigentes regionales. Hoy todo sería distinto y sobre todo, no habría cientos de miles de accionistas perdiendo dinero. El orgullo es caro y si se paga con el sudor de los demás es asquerosamente caro.