¿HASTA CUÁNDO tratar a quien la medicina ya no puede curar? ¿Acaso no es preferible dejar que la naturaleza recupere sus derechos? Los tratamientos inútiles (aquellos que no curan ni alivian ni permiten recuperar funciones) deben evitarse o interrumpirse. Y se llega a esta conclusión teniendo en cuenta la situación del enfermo: la gravedad de su enfermedad, su calidad de vida, sus intereses y proyectos. La eutanasia pasiva es moralmente aceptable (artículo 2 de la Ley de Autonomía del Paciente de 2002), también en campo católico (n.º 2.278 del Catecismo). Debemos afrontar lúcidamente el peligro de una medicina centrada en la prolongación de la vida, creando una situación cruel para el enfermo con una supervivencia desproporcionada y sin sentido. No existe un deber moral de agotar toda posibilidad de vida. La cesación de un tratamiento que no puede resultar ya beneficioso no es sinónimo de asesinato ni de suicidio. Se trata, simplemente, de retirar un obstáculo artificial que impide el proceso natural de la muerte. Ni siquiera puede hablarse de muerte indirecta. El debate está encendido y enredado. ¡Ay de aquel que echa más leña al fuego! Que un respirador sea un recurso indicado no es algo que competa decidir a un cardenal. Un respirador, como toda la tecnología de las unidades de cuidados intensivos, tiene la finalidad de comprarle tiempo a la muerte mientras no se soluciona la patología de base que afecta al paciente. Me parece muy serio que se haya pasado por encima del dictamen ético de una orden religiosa de trayectoria más que ejemplar en el cuidado de aquellos enfermos más vulnerables. Y lo que ya me parece inmoral, farisaico y mezquino es haber obligado a dicha orden al traslado de Inmaculada. Finalmente, la negación individual a un determinado tratamiento no tiene el efecto de debilitar la protección general a la vida, que es, desde la perspectiva de la bioética, el principal argumento contra la eutanasia y el auxilio médico al suicidio. Son otras posturas las que prestan un flaco servicio a la defensa de la vida. El día que yo padezca una enfermedad grave, buscaré a un médico experto que trate de curarme. Pero no permitiré que decida cuándo abandonar. Ese es mi derecho, y así lo expongo en mis voluntades anticipadas, de forma que, si yo no pudiera decidir, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen y me aman.