Autodeterminación, pacificación y víctimas

| PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO |

OPINIÓN

23 mar 2006 . Actualizado a las 06:00 h.

LLEVAMOS demasiado tiempo escuchando la misma cantinela: el irrenunciable y justo derecho de algunos a la autodeterminación. Una autodeterminación reclamada de manera impenitente, pero también impertinente, a la menor oportunidad por parte de nuestras más conspicuas formaciones nacionalistas. Primero fue la insolente y asesina banda terrorista ETA, a finales de los años sesenta, al hacer de la autodeterminación su principal reclamación política. Después, y a lo largo de estos años de régimen constitucional -por más que hayamos descentralizado el Estado hasta límites difícilmente imaginables- sus invocaciones no han desaparecido, sino todo lo contrario, del discurso político y mediático nacionalista. Para algunos, como el Partido Nacionalista Vasco y Eusko Alkartasuna -recordemos el plan Ibarretxe- la petición es casi siempre explícita. También, y aunque con un lenguaje más premeditadamente ambivalente, Convergencia i Unió. Y asimismo de manera expresa por Esquerra Republicana de Catalunya y el Bloque Nacionalista Galego. Y ahora Herri Batasuna exige de nuevo el derecho a la autodeterminación -el derecho a decidir- como una condición insalvable para cualquier futura pacificación. Si se desea la normalidad institucional y, por supuesto, la anhelada paz, el precio tiene una inexorable contraprestación: la satisfacción del derecho a la autodeterminación. En suma, volvemos a constatar, por enésima vez, que de poco han servido los gestos, muchos de ellos generosísimos, hacia el nacionalismo democrático. Éste se resiste a situarse, desde la lealtad, en el marco constitucional instaurado por nuestra Magna Carta de 1978. Una Constitución, merece la pena recordarlo una vez más -nosotros no debemos ser menos resistentes en la defensa de las ideas en que creemos-, que proscribe cualquier amago secesionista: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles¿» (artículo 2). En la España constitucional sólo existe un poder constituyente: el pueblo español, exclusivo depositario de la soberanía nacional (artículo 1. 2). O, en palabras del Tribunal Constitucional, «la autonomía no es soberanía» (STC 4/1981, de 2 de febrero). Pero todavía hemos de reseñar algo que se nos antoja aún más importante que las citadas consideraciones constitucionales. Nos referimos a la exigencia ética de no transaccionar, y menos claudicar en lo más mínimo, con los que auspician el terror. Frente a ellos únicamente cabe, de entrada, la imposición de las más severas condenas y su íntegro cumplimiento. Sólo cuando se renuncie previa, clara e irreversiblemente a la violencia, y se haga entrega completa y definitiva de las armas, el Estado, asegurando el respeto a la memoria de las víctimas, pero desde el pragmatismo y el posibilismo políticos, podrá abrir los cauces de un final dialogado y una inevitable reinserción social. Pues, como apunta Fernando Savater, el dolor no garantiza siempre la lucidez. ¡Pero nunca antes, pues tendrá que haber, cómo no, rendición, esto es, vencedores y vencidos! Mientras, no erremos, ni el juicio ni en la oportunidad. Nuestra actuación debe seguir presidida por la firmeza de convicciones y el acuerdo -¡qué pena de Pacto Antiterrorista!- de los dos principales partidos políticos. Y algo que no me resisto a dejar de recordar. Como decía Jean Paul Sartre, «a los verdugos se les reconoce siempre. Tienen cara de miedo». ¡Una cara, la del miedo, que no ha sido hasta el momento, ni debería ser en el futuro, la nuestra, pues nos jugamos demasiadas cosas!