Presidentes acosados

| IGNACIO RAMONET |

OPINIÓN

19 abr 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

DENTRO de poco, en Bagdad, comenzara el juicio contra el ex presidente Sadam Huseín. Entretanto, en La Haya, seguimos presenciando la controvertida comparecencia ante el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) del antiguo presidente Slobodan Milosevic, para responder de «crímenes contra la humanidad». En casi todo el mundo, los presidentes, a veces en ejercicio y hasta elegidos de modo democrático, son perseguidos sin el menor respecto a su función, que hasta no hace mucho se consideraba casi sagrada. Ni siquiera los «dueños del mundo» escapan al hostigamiento. No hace mucho, los presidentes de los siete países más ricos del planeta reunidos con ocasión de la cumbre G-7 tuvieron que enfrentarse a manifestaciones de cólera de enorme amplitud. Dirigidas, no contra ellos personalmente, sino contra la globalización que encarnan. Estos dirigentes ofrecían a sus opiniones públicas la detestable imagen de un club de ricos arrogantes, parapetados tras murallas militarizadas, protegidos por una policía en estado de guerra. Asediados por manifestantes, los gerifaltes del G-7 se limitaron a repetir un solo argumento en su defensa: «¡Hemos sido elegidos de modo democrático!» Como si eso tuviera alguna virtud mágica. ¡Como si eso no fuera, hoy en día, una obviedad! Porque haber sido elegido de manera democrática no autoriza de ningún modo a un presidente a traicionar sus promesas electorales. Ni a satisfacer a toda costa las exigencias de las empresas que financiaron sus campañas electorales. Por lo demás, al menos dos de los siete -George W. Bush y Silvio Berlusconi- son los representantes de los medios financieros de sus países más que de sus conciudadanos. El acoso a los gobernantes afecta sobre todo a los jefes de Estado o de gobierno acusados de cometer crímenes contra la humanidad. Como es el caso del general Augusto Pinochet, antiguo dictador de Chile, detenido en Londres en 1998 a petición del juez español Baltasar Garzón y devuelto en marzo del 2000 a su país, donde ha vuelto a ser inculpado por el juez Juan Guzmán. Desde entonces, hemos podido ver a más de un antiguo responsable delante de los jueces. Por ejemplo, el general argentino Jorge Videla, autor del golpe de Estado de 1976 fue acusado y enviado a prisión preventiva por su presunta participación en el plan Cóndor, el pacto de muerte establecido por las dictaduras latinoamericanas en los años 1970 para hacer «desaparecer» a sus opositores. El antiguo secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, convocado por un juez de instrucción de París por su presunta implicación en el golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende en el Chile de 1973. O el primer ministro israelí Ariel Sharon, obligado a evitar Bélgica, donde se le acusaba de complicidad en las matanzas de Sabra y Chatila perpetradas en Beirut en 1982. Otros presidentes han tenido que responder ante la justicia debido a su corrupción. Así, el presidente argentino Carlos Ménem fue detenido y sometido a arresto domiciliario bajo la acusación de venta ilegal de armas y percepción de comisiones ocultas por valor de varias decenas de millones de dólares durante sus mandatos (1989-1999). Y Alberto Fujimori, ex presidente de Perú, se refugió en Japón en noviembre del 2000 huyendo de la justicia, que lo acusa de corrupción y asesinato. Como puede verse, este deseo de justicia se extiende a los países del Sur, como si a la mundialización financiera respondiera una mundialización de la exigencia moral.