27 oct 2004 . Actualizado a las 07:00 h.

LA FESTIVIDAD de todos los fieles difuntos es, para creyentes y no creyentes, un día para el recuerdo y la melancolía. Pero, sobre todo, creo que es (o debería ser) un día para el agradecimiento, la ternura y la humildad. La verdad es que somos bien poca cosa, a pesar de las apariencias y de nuestras soberbias y prepotencias, del optimismo tecnológico y de nuestro afán de poder. Por eso, sería un día muy bien aprovechado si lanzásemos nuestra mirada hacia el futuro, que es tanto como mirar hacia nosotros mismos, y preguntarnos cuáles son realmente las motivaciones y los intereses de nuestra vida. Sin amargura, sin miedo, pero con autenticidad y valor para cambiar lo que haya que cambiar. Nos va en ello nuestra felicidad, la de los nuestros y la del mundo en que vivimos. No se necesita mucho equipaje para partir en la vida, basta con amar. Si cada uno de nosotros pensase que un gesto de amor no puede salvar a esta doliente Humanidad, entonces no habría justicia, ni paz, ni dignidad, ni felicidad en la patria de los hombres: un grano no hace granero, pero ayuda al compañero. ¿Por qué o para qué vivo? ¿Por qué voy en una dirección y no en otra? Para dos días que estamos aquí, ¿por qué tanto entusiasmo en fastidiar a los demás o por qué a veces perdemos el tiempo tan miserablemente? La gran miseria moral está en nuestra chabacana sensibilidad ante los misterios de la vida y de la muerte. Está bien llevar flores al cementerio (sobre todo para las floristerías), siempre que sea con la sana intención de honrar a los difuntos y no la de aparentar ante los demás, instigados por el qué dirán. Pero, qué quieren que les diga, a mí me interesan mucho más otra clase de flores: las que se regalan en vida, aquéllas que provienen del cariño y que se manifiestan en el cuidado esmerado y son todo atención, que no se cansan sino que se expresan con renovado vigor e ilusión en el día a día de lo ordinario y cotidiano. El gesto oportuno y la palabra adecuada, el pequeño detalle que nos hace reír y sentirnos queridos. En eso, creo yo, está la sal y la pimienta de esta vida. Por suerte o por desgracia, la existencia de una vida después de la muerte es objeto de fe. Pero lo que sí sabemos seguro es que la felicidad en este mundo no es lluvia caída del cielo sino responsabilidad nuestra: la salvación no es esperar otro mundo sino convertir este mundo en otro. El infierno es una existencia absurda que se ha petrificado en el absurdo.