De inagotable curiosidad, Sánchez Salorio legó parte de su sabiduría en los textos de La Voz
16 mar 2023 . Actualizado a las 20:26 h.Uno de sus penúltimos legados escritos en La Voz de Galicia —defendía el papel como soporte de la emoción, «nadie lee poesía en un e-book», decía— lo devolvía en la novena década de su vida a la infancia. «De vez en cuando algo que ves o que oyes te lleva en volandas al tiempo de la niñez. Un tiempo casi siempre nimbado por una aura de felicidad. Pero una infancia absolutamente feliz suele ser una gratificación inventada por la memoria. Los niños sufren, pero su curiosidad hace que ese sufrimiento no cuaje en tristeza», dejó escrito.
La de Manuel Sánchez Salorio lo aventuró con apenas 3 años hasta la biblioteca de los abuelos maternos en la calle Rubine, donde sorteó entre libros la soledad de separarse de su único hermano, mortalmente enfermo de tuberculosis, para eludir el contagio. Y ya no paró de leer. Quizá allí comenzó a forjarse la personalidad inabarcable de un ser que no perdió nunca aquella curiosidad infantil, ni tampoco la fortaleza de la niñez para impedir el arraigo del desconsuelo.
El humor, la retranca gallega, era también uno de sus atributos. Puede que allí, entre aquellos volúmenes, se encaminase sin acaso sospecharlo a seguir la senda de la carrera médica abierta por el padre que también perdió precozmente. «La enfermedad es siempre fuente de sabiduría», reflexionaba él mismo.
Erudito, estimulante, de incuestionable capacidad didáctica y dotes comunicativas, el doctor Salorio conservó hasta el final ese afán por saber y conocer mucho más allá de los tratados científicos que él mismo elevó a niveles superiores con su brillante y prolongado ejercicio profesional. Se mantuvo en activo hasta hace bien poco porque «la vida es como andar en bicicleta, si te paras, te caes», bromeaba sobre su incombustible dedicación que lo llevaba a coger casi a diario el tren para atender el Instituto Galego de Oftalmoloxía en Santiago y su consulta de la coruñesa calle Compostela. En más de una ocasión confesó que continuaba auscultando la mirada porque «lo desconocido siempre es mucho más que lo que conocemos». Y descubrir le apasionaba.
Pero para el médico de los ojos, el horizonte no se acababa en la oftalmología, ni siquiera en la medicina. Al maestro de la visión le interesaba prácticamente todo, y, sobre todo, el hombre. Espectador y actor de casi un siglo de vertiginosas mutaciones, acostumbraba a recordar que «el cuerpo humano, el alma y los sentimientos no han cambiado» y tatuó en la relación con sus enfermos y con la tinta de sus palabras, ya fuese trasmutado en Procopio o en el Doktor Pseudonimus, su ingenio de humanista sensible a los «saberes inútiles».
Capaz de unir en una misma brevería la revolución con una piscina o la cama, de escribir sobre vaqueros o sumergirse en la más profunda filosofía, reconocía haber encontrado en las letras, como cuando niño, cierta terapia contra la soledad. Sorprendente conversador y generoso contador de historias, en una de sus muchas entrevistas «y otras vanidades», como él mismo las definía, hablaba, al fin, del fin definitivo de sus reflexiones por escrito: «Sacar el jugo profundo a cosas aparentemente sencillas y entender lo que ocurre alrededor sin renunciar, si se tercia, a la sonrisa». Sin perder aquel asombro que solo el niño atesora y los años se van cobrando, el sabio Salorio nos deslumbró. Y regaló mil razones para alcanzar también «el duro deseo de durar».