La Fundación de Economía Aplicada (Fedea) y el Consejo General de Economistas (CGE) celebraron conjuntamente la tercera sesión de encuentros con la finalidad de profundizar en cuestiones de calado que afectan a nuestra economía de manera estructural. Que después de abordar cuestiones relativas al déficit-deuda y la productividad, se haya considerado la educación como un tema estructural de nuestro desarrollo dice mucho de ambas instituciones.
El hecho de tener tres hijos en diferentes etapas de la educación (primaria, secundaria y bachillerato) me hace sensible (y crítica) con aspectos tan delicados como son el uso de nuevas tecnologías para el aprendizaje en primaria, la falta de información y escasa orientación a la que se enfrentan los estudiantes de bachillerato, sin olvidar la repercusión —traducida en bajada de rendimiento— que ha tenido la pandemia que, a diferencia de otros países de nuestro entorno, se ha cebado en los alumnos que actualmente realizan los cursos centrales de la educación secundaria.
Una de las dificultades para obtener conclusiones en materia educativa dentro de la etapa obligatoria de la enseñanza, es la ausencia de métricas nacionales uniformes y realistas en todo el territorio nacional que permitan comparar los diferentes aspectos de la educación. La medición del nivel de inversión o los ratios alumno-profesor no parecen adecuados para evaluar la calidad de la enseñanza, medida dicha calidad como el rendimiento de los alumnos. Las últimas reformas legislativas, con la finalidad (loable) de hacer una educación más equitativa y más personalizada, han provocado una bajada en los estándares educativos, en la exigencia y en la calidad. Sirvan como ejemplo dos conclusiones muy relevantes: la primera, nuestros alumnos de bachillerato, a pesar de obtener las mejores calificaciones de los países europeos, tienen un rendimiento más bajo en comparación con dichos países; y la segunda, que nuestros estudiantes universitarios están a la cola en muchas competencias, como es la de la compresión lectora.
La afirmación de que a mayor formación, mejor inserción laboral sigue vigente y los trabajadores con estudios universitarios o ciclos formativos tienen una mayor empleabilidad respecto a la población ocupada. Sin embargo, existen desajustes: todavía es muy reducida la población española que tiene estudios posobligatorios no terciarios (bachillerato y CFGM) y en España el porcentaje de titulados universitarios que desempeñan trabajos que no requieren de dicha titulación es el más elevado de la UE: más de un tercio de los ocupados están sobrecualificados para el puesto de trabajo.
En este contexto, parece claro que la mejora del sistema educativo en la etapa obligatoria pasa por una inversión en la mejora del profesorado actualizando conocimientos y desarrollo profesional y una mayor exigencia tanto a alumnos como profesores. En la etapa posobligatoria, la orientación de los estudiantes preuniversitarios hacia carreras con más empleabilidad, como recomienda la OCDE para España, y la introducción efectiva de la dualización, en ciclos superiores de FP y grados universitarios, así como incentivar la transferencia de conocimiento universidad-empresa, se muestran esenciales para nuestra economía.
Con todos estos datos, y como firme defensora de la enseñanza pública y de la educación como instrumento de palanca económica y de ascensor social, debemos replantearnos si la medida de la gratuidad de las tasas universitarias es eficiente o si una reformulación del sistema de asignación de becas o una ampliación de las ayudas vinculadas al esfuerzo sería más adecuada. En educación, está demostrado que la política del «café para todos» no suele funcionar.