Una oportunidad para el capital paciente

MERCADOS

BRENDAN MCDERMID | REUTERS

14 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Uno de los peores sesgos del capitalismo en las últimas décadas has sido el exceso de cortoplacismo. Sobre todo en el caso de las empresas, en cuya visión tienden a ocupar todo el espacio la rapidez en la toma de decisiones, la atención a la evolución diaria del valor de las propias acciones y la maximización de los beneficios trimestrales, lo que en gran medida explica la exagerada financiarización de las corporaciones y de la economía en general. Una especie de obsesión por lo que se suele llamar gratificación inmediata. Frente a eso, parece cosa de un pasado remoto la imagen de los viejos capitanes de industria, siempre con el catalejo en la mano para tratar de ver a lo lejos y catapultar el valor de sus compañías, no en términos de meses sino de decenios.

Y en cuanto a los gobiernos, la preocupación por los problemas de la coyuntura y la obtención de los equilibrios económicos en el corto plazo (de hecho esa condición temporal tienen las principales políticas, monetaria y fiscal) tampoco han dejado muchos márgenes para atisbar horizontes más o menos remotos. Todo lo relacionado con la programación y con una idea de transformar la economía en el largo plazo no ha gozado de la mejor reputación.

Pero todo eso podría estar cambiando, al paso de la profunda metamorfosis que se está gestando en las principales economías del mundo. Porque cunde la impresión de que si no se ubican dentro de una perspectiva temporal dilatada, de al menos una década, será imposible afrontar cambios tan decisivos como la descarbonización, la masiva digitalización o el nuevo panorama geopolítico con algunas garantías de saber realmente lo que estamos haciendo. Es decir, la doble transición y sus complejos entornos establecen una obligación impostergable de fijar una orientación a largo plazo para la elaboración de las políticas públicas.

Y ante eso, parece que las empresas empiezan a adaptar también algunos de sus comportamientos. Muchas de ellas hablan ahora continuamente de la necesidad de cumplir los criterios ESG (enviromental, social and governance) que —pese a la carga retórica y a veces puramente ritual con la que a veces se presentan— suponen un notable cambio en la cultura empresarial, pues incorporan la idea de que aquellas organizaciones tengan muy presente no solo los intereses de su gestores y accionistas, sino también de sus clientes y trabajadores, así como de los territorios en los que se ubican.

En una carta dirigida a más de quinientos dirigentes empresariales de todo el mundo, Larry Fink, consejero delegado del fondo de inversiones Black Rock, ha escrito estas palabras, que hace tan solo una década resultarían casi inconcebibles: «Sin un sentido de propósito, ninguna compañía, cotizada o no, puede alcanzar su pleno potencial. En última instancia, perderá el permiso de las principales partes interesadas para operar. Sucumbirá a las presiones cortoplacistas para distribuir ganancias y, de paso, sacrificará las inversiones en desarrollo de los empleados, innovación y los gastos de capital que son necesarios para el crecimiento a largo plazo».

El nuevo paisaje económico que se está dibujando tiene múltiples caras. Y en esa complejidad, acaso no se presta suficiente atención a uno de sus aspectos más interesantes y desde mi punto de vista más venturosos: la posibilidad de un retorno del capital paciente.