Europa en el espejo japonés

Xosé Carlos Arias
Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

OHIO STATE UNIVERSITY

15 dic 2019 . Actualizado a las 05:07 h.

Se está japonizando la economía europea? Cuando se utiliza esa expresión, lo que se pretende sugerir es la aparición de un horizonte de crecimiento muy bajo de la producción, la renta y los precios, como el que viene experimentando el país asiático desde hace casi tres décadas. Una línea de estancamiento muy profunda de la que, a pesar de la gran capacidad industrial y tecnológica del país, y de los grandes esfuerzos políticos para contrarrestarla, la economía japonesa no consigue sustraerse. En los últimos años, desde la proclamación del actual primer ministro, Shinzo Abe, el Gobierno viene intentando estimular la economía a través de las más diversas fórmulas (incluidas algunas de gran heterodoxia, lo que se conoce ya como abenomics), pero el resultado es mediocre. Lo prueba que hace unos días Abe se ha visto obligado a doblar su apuesta, anunciado un nuevo y enorme plan de activación económica, por valor de más de 100.000 millones de euros.

 Con todas las diferencias que se quieran destacar -entre otras, el distinto origen de los respectivos problemas-, cada vez son más los expertos que atisban la evolución de la economía europea, con una perspectiva de una o dos décadas, en el espejo japonés. El ya famoso argumento del estancamiento secular cobra fuerza cuando se proyecta hacia el futuro de nuestro viejo continente. ¿Las razones? Una diversidad de ellas: la demografía adversa; la creciente desigualdad distributiva; y sobre todo, la gran sobrecarga de deudas acumuladas. Todo ello se configura como importantes lastres para el crecimiento económico. En el caso de la deuda es algo particularmente claro: al igual que no parece cosa fácil sorber y soplar al mismo tiempo, tampoco lo es para un sistema económico eliminar el exceso de endeudamiento e impulsar la expansión de un modo sostenido.

Ahora mismo, por tanto, la probabilidad de que se configure un paisaje de estancamiento es significativa; o lo es, al menos, si no se acierta a diseñar un conjunto de políticas que permitan combatirlo, y en las que necesariamente ha de haber una combinación virtuosa de estrategias fiscales y monetarias (estas con márgenes cada vez menores) y actuaciones estructurales. En este último punto aparecen algunas novedades de gran interés que pueden ofrecer oportunidades inusitadas. Y es que Europa se enfrenta, como el resto del mundo desarrollado, a dos grandes retos que tienen que ver con las dos gigantescas transformaciones disruptivas en marcha: la medioambiental, una vez constatado que los peligros aparejados al cambio climático (y sus costes económicos) están más cerca de lo que presuponíamos; y la tecnológica, asociada a la digitalización masiva, que no tardará en trastocar algunos paradigmas consolidados en materia de actividad productiva y empleo.

Parece obvio que si no fuéramos capaces de encarar con decisión y eficacia esos retos la hipótesis del estancamiento se vería muy reforzada. Sin embargo, lo que ahora interesa destacar es más bien lo contrario: la naturaleza y gravedad de tales problemas no deja márgenes a los gobiernos; deben encararlos con urgencia, y para eso es obligado que definan grandes programas de inversiones que faciliten la doble transformación.

La nueva Comisión Europea está emitiendo señales de que esas tareas son para ella prioritarias. Confiemos en que las invocaciones a un Horizonte Europa de transformación digital o al green new deal sean mucho más que meras proclamas retóricas (como lo fue, en gran medida, el decepcionante Plan Juncker de inversiones en infraestructuras), porque precisamente en esos programas puede radicar un arma decisiva para desactivar la bomba de anemia económica sostenida que ahora mismo nos amenaza.