Inflación, deflación

Xosé Carlos Arias
Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

16 dic 2018 . Actualizado a las 05:06 h.

La buena noticia es que ha desaparecido del escenario uno de los peores enemigos de la idea de economía sana. Se trata de la inflación, que a lo largo del siglo XX fue sinónimo frecuente de inestabilidad y, en ocasiones, de colapso y ruina. Recordemos que en la década de 1970 la tasa de inflación en España se acercó al 30 %, y que situaciones parecidas se daban en otros muchos países; o incluso peores, pues no pocas regiones del mundo, como América Latina, convivieron durante decenios con procesos hiperinflacionarios. A partir de ahí, sin embargo, se produjo una progresiva moderación, de modo que desde 1990 las tasas están ya muy próximas a cero en buena parte del mundo (en todo caso, son inferiores al 5 %).

No es poca ventaja vivir en un mundo sin inflación. El problema está en si, en el caso que más nos importa, el europeo, no estaremos ahora mismo internándonos en un entorno económico marcado por el problema opuesto, esto es, la deflación. Hay razones para pensar que efectivamente es así: desde la explosión de la crisis, el IPC crece sistemáticamente -con tan solo alguna excepción puntual- por debajo del objetivo marcado por el Banco Central Europeo (el 2 %). Una situación que se mantendrá, según todos los pronósticos, al menos en los dos próximos años. El BCE, por cierto, ha desarrollado en el período reciente una política monetaria muy heterodoxa buscando expresamente un alza en los precios, algo que en sí mismo choca con la idea establecida (y refrendada durante muchos años) de que un banco central ha de dedicarse por todos los medios exactamente a lo contrario: a frenar la inflación. Este hecho es en sí mismo revelador de que la situación actual es muy diferente de todo lo que conocimos en el pasado.

Porque hace, digamos, veinte años, si los principales bancos centrales hubieran colocado en los mercados una liquidez adicional de unos 20 billones de dólares -tal y como ha ocurrido desde el 2010-, el resultado sin duda habría sido una inflación galopante a escala internacional. Todo esto no quiere decir que no se produzcan repuntes en los precios: puede ocurrir en cualquier momento, debido, por ejemplo, a un incremento en los costes de la energía. Pero la dinámica de fondo que determina la evolución de los mercados parece apuntar más hacia la posibilidad de deflación.

De consumarse esa expectativa, ¿estaríamos ante un problema grave? La respuesta es, sin duda, afirmativa. Sobre todo por un motivo: se trataría de la manifestación más clara de atonía, cuando no de estancamiento económico. Tenemos el ejemplo de Japón, que no consigue romper con esa dinámica desde hace más de veinte años, a pesar de haber probado para ello con fórmulas políticas muy diversas. La ausencia de crecimiento y la deflación son las dos caras del trastorno profundo que experimenta la economía de aquel país. Conviene destacarlo, porque nos hemos acostumbrado tanto a temer a la inflación que nos cuesta trabajo percibir el peligro contrario.

El caso es que un cierto riesgo de japonesización está muy presente en la economía europea. De consumarse, no solo sería un pésimo síntoma de dificultades profundas. También tendría efectos muy concretos. Es verdad que a iguales rentas nominales el poder adquisitivo tiende a aumentar, pero otras consecuencias no serían tan positivas. Si recordamos que otro de los principales desequilibrios que arrastramos es el de un desmesurado nivel de endeudamiento, un escenario deflacionista consolidado se nos anuncia como de una gran dificultad, pues el camino del pago de las deudas, que en ningún caso será cosa sencilla, se haría aún más gravoso y complejo. Evitarlo debe ser un objetivo primordial de la política económica.