Refriega europea a la vista

Xosé Carlos Arias
Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

06 may 2018 . Actualizado a las 05:08 h.

Al fin se anuncia en Europa una batalla de aquellas a las que estábamos acostumbrados, de las de toda la vida. Después de años de debates sin fin sobre desafíos extraordinarios, rescates al fondo del abismo o reformas que nunca se concretan (y ojo, porque esta última cuestión volverá a abordarse en unas pocas semanas), llega ahora la propuesta que hace la Comisión de un nuevo Marco Presupuestario Plurianual (2012-2027), y con ella el anuncio de una pugna continuada por los fondos europeos, que generará sin duda muchos titulares de prensa durante los dos próximos años.

El presupuesto de la UE presenta algunas características muy singulares, si se compara con los del resto de las administraciones. En primer lugar, su carácter plurianual, aunque cada año se plasme en documentos particulares. Segundo, la complejidad de sus procesos de elaboración, con papeles asignados en ellos para el Parlamento, pero también -y en un plano muy destacado- para el Consejo; la dinámica de codecisión que es marca de la casa en las instituciones europeas cobra aquí notable visibilidad. Tercero, aunque imponente en términos absolutos, la dimensión del presupuesto es realmente pequeña si se establece su relación con el valor del PIB del conjunto comunitario: apenas un 1 %, frente a un 40 o 50 % que con frecuencia alcanzan los de los estados miembros. Y en cuarto lugar, su elevado grado de concentración en un par de partidas, los fondos destinados a la agricultura y los estructurales, que en su conjunto vienen acaparando más del 80 % del total.

La propuesta inicial de la Comisión (que irá cambiando a medida que los procesos de discusión avancen) introduce algunos cambios interesantes, que van sin duda en la buena dirección. Entre ellos, son de destacar: una pequeña subida, hasta 1,1 billones de euros (un 1,1 % del PIB de la Unión); la reducción de las grandes partidas tradicionales (5 y 7 % para la política agraria y los fondos estructurales, respectivamente); un apreciable aumento de los fondos destinados a la gestión de las fronteras, el impulso digital y la innovación (sobre todo esta última, que se incrementa en un 50 %); la introducción de un pequeño fondo anticrisis; y un cambio de naturaleza más cualitativa: la imposición del criterio de «respeto a los valores» para ser receptor de fondos.

Salvo este último punto, se trata de variaciones pequeñas, más bien superficiales, que no cambian para nada los parámetros estructurales del presupuesto. Lo cual da idea de lo difícil que es introducir mutaciones de calado en los programas europeos, sobre todo si tienen que ver con las cuentas. Porque no solo es una cuestión de racionalidad económica general; si fuese así difícilmente se reducirían las partidas dirigidas a financiar la PAC en un porcentaje tan pequeño, pues sigue manteniéndose por encima de un tercio del total, cuando el sector representa apenas el 1,5 % del PIB. Hay también, y fundamentalmente, una pugna por la distribución de gastos e ingresos entre los diferentes países; una cuestión que ahora se hará más compleja al desaparecer las aportaciones de un contribuyente importante, el Reino Unido. Respecto a esos impactos redistributivos, es muy difícil salir del statu quo, pues el documento final habrá de ser aprobado por unanimidad.

Esta vez las hostilidades se han desatado desde el minuto uno. Quienes se ven como eventuales perdedores (contribuyentes netos como Holanda que habrían de poner algo más; países del Este que no quieren ni oír hablar de ninguna condición de respeto a valores; sectores que recibirían menos, como el agrario) ya han empezado a hablar de vetos. Comienza un largo tira y afloja.