Pastas italianas La Estrella

MERCADOS

OSCAR CELA

Si reparamos en los títulos de propiedad, la empresa tuvo cinco dueños sucesivos. Si nos fijamos en la gama de productos que fabricaba, la industria atravesó tres fases: pastas para sopa, pastas y chocolates, y finalmente solo chocolate

15 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Si nos atenemos a sus marcas comerciales, fueron dos las registradas: La Estrella y La Concepción. La fábrica, emplazada en el barrio lucense de Paradai, estuvo activa más de ocho décadas, apagó sus máquinas hacia 1975 y la piqueta demolió su cascarón de piedra hace un par de años.

Su primer propietario, cuando el siglo XIX enfilaba su último decenio, fue Narciso Gayoso Cancio.  Natural de Pol y concejal adscrito al Partido Liberal en el consistorio lucense -su hijo José Gayoso Castro ocuparía la presidencia de la Diputación Provincial durante el franquismo-, Gayoso, a decir del diario El Regional, supo «colocar su fábrica a la altura de las mejores de su género». Fabricaba pastas para sopa La Estrella y, al aproximarse cada fin de año, distribuía entre su «numerosa clientela» unos almanaques de bolsillo que el mismo periódico calificaba de «verdaderas joyas litográficas».

Narciso Gayoso vende la empresa en mayo de 1896 y, desde entonces, enfoca sus intereses hacia las explotaciones mineras de la provincia. La fábrica de pastas pasa entonces a manos de Elisa Tato Rodríguez, hija, hermana y viuda de comerciantes, que rompe así con la actividad tradicional de la familia y coloca un pie en la escuálida industria lucense. La nueva propietaria se propone, según relata el Eco de Galicia, «introducir las reformas todas que exigen los modernos adelantos, para que sea una industria que pueda competir con las mejores de su clase, tanto por la buena calidad de los productos, como por su esmerada confección».

LA VIUDA DE MÉNDEZ

Dos años antes de la incursión industrial de la viuda, había fallecido su marido, Antonio Méndez Paz, titular de un comercio emplazado en el número 10 de la plaza Maior. Aunque especializado en ferretería y quincalla, el establecimiento despachaba un sinfín de productos y «objetos de alta novedad y fantasía». Puntas de París y baterías de cocina. Vidrios, pinturas y barnices, pero también paraguas y bastones, juguetes diversos y maletas y objetos de viaje. Planchas de vapor, lámparas de suspensión y quinqués de sobremesa. Libritos de fumar de marca Reloj, Cucaña, Dominó o Pavo Real. Sus máquinas de coser «legítimas de Raymond» rivalizaban con las Singer. Incluso el ramo de la alimentación acaparaba un estante en el comercio de Antonio Méndez: el chocolate La Paz, «elaborado a brazo» en Astorga, competía con el fabricado por el sarriano Matías López en el lejano El Escorial, o el elaborado a la vuelta de la esquina -en la cernana calle de la Reina- por La Proveedora Universal.

A poco de enviudar, Elisa Tato opta por desprenderse del establecimiento y liquida todos los géneros a mitad de precio. Y no mucho después adquiere la fábrica de pastas para sopa ubicada en Paradai. Los sucesores de Antonio Méndez mantienen la propiedad de La Estrella durante seis años, hasta que, en abril de 1902, la viuda anuncia que se retira de los negocios  y pone la empresa en venta.

LA FÁBRICA, REBAUTIZADA

Meses después, la fábrica la adquiere la sociedad Mota, Revilla y Carro. La razón social está formada por los apellidos de tres destacados comerciantes lucenses de la época: Benigno de la Mota Piñeiro, Liborio Revilla García y Tomás Carro Carro. De hacer caso al diario El Norte de Galicia, la compra ha sido provechosa, porque la fábrica ya ha conquistado «singular renombre dentro y fuera de la región, teniendo siempre asegurado un consumo mayor del que podían producir las máquinas hasta hoy existentes, y un mercado seguro en la isla de Cuba».

En cuanto desembarcan en la empresa, Mota, Revilla y Carro toman tres decisiones. Primero le cambian el nombre: La Estrella se convierte, hasta el final de sus días, en La Concepción. Segundo, designan director gerente de la fábrica a Francisco Méndez Tato, uno de los nueve hijos de la anterior propietaria, quien pronto ocuparía despacho de corredor de comercio en la capital lucense. Tercero, añaden a las «pastas finas» que venía elaborando la «gran fábrica» un apellido con indiscutible gancho comercial en el ramo: «italianas».

Las perspectivas de La Concepción son halagüeñas y El Norte de Galicia no deja de enumerarlas: «Cuentan los nuevos propietarios con capital suficiente para ampliar el número de máquinas, aumentando, por tanto, la producción necesaria para servir con regularidad los pedidos, teniendo aquellos, además, el proyecto de dar mayor desarrollo al negocio, con la implantación de otras industrias similares».

TRES RICOS COMERCIANTES

La primera aseveración resulta indiscutible: los tres socios figuran en el elenco de comerciantes lucenses más pudientes a comienzos del siglo pasado. El establecimiento de Benigno de la Mota, sito en la calle de la Reina, ofrecía una amplia variedad de tejidos de lana, seda, hilo y algodón; especializado en paños para uniformes y géneros de luto, confeccionaba capas a tres duros. Liborio Revilla poseía un almacén de ferretería y quincalla en la calle Armañá, denominado La Confianza, donde vendía semillas de toda clase, piedras para molinos harineros, explosivos y armas de fuego: escopetas Remington de fabricación estadounidense, pistolas francesas Lafoucheux y revólveres británicos Bull-Dog. Tomás Carro se movía en el ámbito de la alimentación: su acreditada tienda de ultramarinos, ubicada en Doctor Castro, sorprendía a menudo a su clientela con ofertas de populares, como el Flan Huevol, del que era único distribuidor en Lugo.

Recursos y ambición no les faltaba a los tres socios, pero apenas se mantuvieron seis años al frente de la fábrica de pastas. A comienzos de 1908 traspasan La Concepción a Travadelo y Compañía, sociedad que la gestionará hasta el año 1947. Pero esta larga etapa de casi cuatro décadas bien merece una historia específica.