Once kilómetros

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

PEDRAFITA DO CEBREIRO

ED

19 jun 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Los desvíos de carretera conservan algo del miedo supersticioso que inspiraban antiguamente las encrucijadas.

Uno toma otro camino y teme que algo se haya alterado en el orden natural de las cosas. Me pregunto si tendrán esa sensación los conductores que circulan por la autovía A-6, y a los que el derrumbe del puente de O Castro, a la altura de Vega de Valcarce, está obligando ahora a desviarse entre los kilómetros 422 y 433 por Pedrafita do Cebreiro; es decir, por la vieja carretera nacional que llevaba tantos años a medio envolver en el olvido. Los que la recuerden, quizá crean estar regresando momentáneamente al pasado. Rememorarán aquel trayecto lento y tortuoso a través de las montañas, siempre con un camión delante que parecía que era el mismo en todos los viajes. El camión iba renqueando y resoplando hasta que lograba coronar, mientras en la radio sonaban, entrecortados por los problemas de recepción, el Diario hablado de Radio Nacional de España o las voces de Mocedades. El cambio de paisaje al llegar a Villafranca era tan brusco e impresionante que adquiría el carácter de una epifanía: ante uno se extendía por fin la rojiza llanura berciana puntuada de verde oscuro por las vides y las encinas, el paisaje que Azorín decía que había sido el primero de España en tener una descripción literaria realista (en El señor de Bembibre). Después del penoso paso por las montañas, con el olor a gasoil y, a veces, con el de los vómitos de los niños mareados, aquella amplitud serena del Bierzo con su cielo enorme y claro era un descanso.

Costó mucho domar esas montañas. Ese tramo de la autovía A-6 acabó siendo el más caro de la red española de carreteras (se decía que cada kilómetro había costado 1.900 millones de pesetas). En su momento se lo consideró como una de las grandes hazañas de la ingeniería española, y seguramente lo era. Pero, evidentemente, algo ha ido mal porque el día 7, a media mañana, el puente de O Castro se vino abajo con un estruendo que resonó en los valles como una tormenta de un solo trueno. Las fotografías son melancólicas y hacen pensar en esos paisajes de la pintura europea clásica en los que se ve un puente derruido, como en la Vista de Zaragoza que tienen en El Prado. No está claro del todo, pero parece que la nieve y la lluvia, tan celosas del silencio de esos montes, han sabido ir minando el puente de O Castro poco a poco, sibilinamente. Quienes creen que debemos vivir en la armonía con la naturaleza se han olvidado de preguntarle a la naturaleza. Esta les aclararía que odia nuestras obras públicas y, de hecho, las destruye tan pronto como se le presenta la oportunidad.

De modo que habrá que esperar a que se construya otro puente. Mientras tanto, los conductores no tendrán más remedio que seguir tomando el breve desvío que pasa por O Cebreiro, como peregrinos a Compostela. Esos once kilómetros que tendrán que recorrer sobre la vieja N-VI son una extraña irrupción del pasado en el presente, un bucle temporal. Si yo tuviese que escribir una historia de ficción sobre eso, me imaginaría, por ejemplo, un coche conducido por una mujer que pasa por allí de noche. Hay una interferencia en la radio y de repente suena una canción de Nino Bravo. Se cruza un Seat 124 con matrícula M-2342-AX. En la curva se divisa la figura fantasmal de una niña con uniforme escolar, a la espalda una cartera de aquellas marrones, haciendo autostop. Y esa niña no sería sino la conductora misma hace cincuenta años, que después de charlar unos minutos desaparece misteriosamente del asiento trasero.