Entre montañas y casas centenarias: así viven los más jóvenes de Galicia

Manuel Varela Fariña
Manuel Varela NEGUEIRA DE MUÑIZ / LA VOZ

NEGUEIRA DE MUÑIZ

Senén Rouco

Decenas de parejas forman familias en lugares abandonados de Negueira de Muñiz; la media de edad en la aldea de Ernes apenas supera los 28 años

26 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo que más enorgullece a Ziortza es su hogar. El techo, las paredes de piedra, la bodega que acaba de conquistar y el agua caliente. La leña que aún no recogió y la comida que cultivó. «Esta casa la cogí como esa», dice apuntando con el dedo a una vivienda en ruinas, devorada por las zarzas y sin tejado. «No quería salir fuera a pagármela, quería hacerlo yo. Por eso valoro lo que es un fontanero, un electricista... ¡No sabía hacer nada!», sonríe la mujer, vasca, que vivió en París, Bruselas y Barcelona, trabajó de educadora social, y lo dejó todo hace siete años, harta de no encontrarle sentido a las cosas, para instalarse en la aldea de Vilar, en Negueira de Muñiz.

Los datos oficiales registran solo 17 habitantes en el lugar, pero son el doble que hace diez años. Por la pista que acaban de asfaltar llega una furgoneta con varios niños de la escuela, que volvió a abrir las puertas tras siete años cerrada ante la inesperada demanda. «La gente vino sin ser papá ni mamá y ha habido un montón de bebés. Muchos ya venían buscando hacerlo aquí», explica Ziortza.

La media de edad en Negueira de Muñiz, que con 215 habitantes es el municipio gallego con menor población, supera los 51 años. En la aldea de Ernes, al lado de Vilar, apenas pasa de los 28 años. El milagro demográfico de Galicia —la media en la comunidad es 47,6— no tiene nada que ver con políticas que fomenten la natalidad. A Ernes y Vilar, como Foxo y Vilauxín, les separa del núcleo de Negueira el embalse de Salime, que con su construcción en los años cincuenta se convirtió en un océano para los habitantes de estas aldeas, aisladas por la ausencia de puentes y abandonadas poco después por sus vecinos hacia pueblos de la Terra Chá y ciudades como Barcelona o Madrid.

Las enormes casas de piedra encontraron nuevos huéspedes en los sesenta. Llegaron jóvenes desde cualquier rincón para vivir como no podrían hacerlo «al otro lado», como se refieren los habitantes de cada vertiente del valle a los que viven enfrente. Algunos se quedaron y tuvieron hijos allí, pero la mayoría terminaron marchando.

Isa llegó después de que desapareciese aquella comuna inicial, aunque ya no vive allá. Canta el «a la la la la long» de Inner Circle mientras pasa el rastrillo de su jardín en el pueblo de Negueira. Recuerda haber llegado al otro lado el 3 de enero de 1993. «Qué frío hacía». Aún queda alguno de sus seis hijos, que crio rodeados de velas a falta de electricidad y que, para ir al colegio en Negueira, debían bajar a caballo o en carros al embalse, cruzar en barca y subir en todoterreno hasta clase.

Una familia sube hacia su casa en Ernes
Una familia sube hacia su casa en Ernes Senén Rouco

Son otros niños

Aún hoy es una aventura. Viajar a la escuela son tres cuartos de hora, por una estrecha pista que atraviesa dos veces el embalse y que se complicará cuando lleguen los primeros temporales del otoño o las nevadas en invierno. De quince alumnos, catorce cruzan desde las aldeas y solo uno vive en Negueira. Beatriz Martínez y Benjamín García son los dos únicos profesores. Ella empezó el curso pasado y pidió repetir este en la escuela. Dice que están siempre en contacto con los padres, por WhatsApp o con las tutorías, y que «la colaboración es total». Es más, los propios vecinos llevaron durante un par de años la Escoliña de Vilar, un centro autogestionado que acabó cerrando tras la reapertura del colegio público.

«La gente viene aquí buscando otra forma de vida, más parecida a la que había antes. Es otra calidad, diferente al barullo de la ciudad», apunta Martínez, que el año pasado vivió en A Fonsagrada y para este curso logró encontrar una vivienda en Negueira. Nunca se había encontrado con algo parecido: «Son niños tirando a la antigua. Mantienen unos valores que quizá hayan perdido los que viven en la ciudad».

La profesora enumera «el compañerismo, el cuidarse unos a otros» y los valores «más sanos». «Son niños más ágiles, en contacto con la naturaleza... Fue una sorpresa muy grata, de cómo nos lo enfocaron a lo que encontramos. Estoy muy a gusto y por eso repetí», responde, un par de minutos antes de que los quince niños suban del recreo, ordenados y sin que suenen sirenas.

Diez años de reformas

A Uda le encantan los gatos. Insiste en enseñar a Bola de Arroz, con la que a duras penas acaba cargando en brazos. «¡Me cuesta llevarla!», reconoce, con una diadema en la cabeza que imita las orejas de la mascota y dos caras felinas estampadas en las rodillas del vaquero. «Quere deseñar roupa, a que si?», sonríe hacia ella su madre, Usoa, una joven que vino a Ernes junto a su pareja, Roi, y su otro hijo, Oriol, procedentes de A Coruña tras vivir antes en Madrid. «O tema da crianza alí non era o que me apetecía, queriamos vir a un lugar rural, non tan afastado da cidade, pero finalmente aterramos aquí», cuenta.

A diferencia de otros vecinos, que se instalaron en casas abandonadas para ir rehabilitándolas, Usoa y Roi compraron la suya. Lo hicieron hace ya siete años, y la han ido reformando, aunque calculan que les quedan otros tres años hasta terminar de rehabilitar la vivienda. «Serán xa dez anos. Pero encántame vivir aquí, estar en contacto coa natureza, ter ese xardín que é un bosque», añade repasando con la mirada los árboles que le rodean. «Non son nada hippy, pero é do que máis aprecio do que temos aquí», admite Usoa.

«Penso que a precariedade que poida ter aquí non é maior que a que ía ter na cidade»

Hace unos meses que Usoa y Roi establecieron su panadería en la parte baja de la vivienda. Se levantan a las 4.30 de la mañana y después salen a repartir el pan. «O rural é outra posibilidade para vivir, pode facerse con dignidade», reivindica ella. «A precariedade que teño aquí, salvo polo momento inicial que non tiñamos auga quente nin luz, non penso que fose maior que na cidade», continúa, «alí hai que pagar por todo». Advierte, aún así, del abandono del rural, un problema que los niños sufren en un colegio al que todavía no llegó la wifi.

Thomas y Stacey, holandeses de 23 y 30 años, llegaron hace dos semanas a Ernes
Thomas y Stacey, holandeses de 23 y 30 años, llegaron hace dos semanas a Ernes Senén Rouco

La mudanza de esta familia coincidió con la ola de jóvenes que se instalaron en la zona. «Todos os anos chega xente e xa non quedan casas», avanza. Trabajan en las huertas de la zona, se dedican a la vendimia, a brigadas forestales o viajan para trasquilar. Además de la panadería, está la cooperativa Ribeiregas, que cumplió diez años en junio haciendo zumos, mermeladas o salsas con productos naturales. Luz, socia junto a Dora, vino desde Bélgica hace casi treinta años. «¿Cómo vine hasta aquí? Aventuras», ríe.

Nuevos vecinos

Los que siguen llegando deben esperar a que una casa u hórreo, que en esta zona tienen base cuadrada como en Asturias, queden vacíos o mantengan parte de su estructura para ser restaurados. En esa espera están Stacey y Thomas, holandeses de 30 y 23 años, que desde hace dos semanas duermen en la antigua escuela de Ernes. «Estamos como voluntarios y buscamos una casa para los dos. Veremos por cuánto tiempo», silabea sin prisa y con los pies descalzos.

Como la aldea se queda pequeña, un grupo de vecinos compraron una casa de 300 metros cuadrados en la que han invertido ya cerca de 100.000 euros. «Queremos darlle varios usos: facer sidra, sitio para obradoiros e apartamentos arriba para os que chegan», contesta Xoán, de 63 años y natural de O Carballiño, que está picando la fachada para descubrir la piedra. Vivió ahí siete años en los noventa y volvió para quedarse hace ocho: «Isto é mellor que Bertamiráns».

Muy cerca, junto a una de las pocas casas con cierre, está Paz. Nació en Ernes, pero desde pequeña vive en Barcelona y vuelve todos los veranos: «Tenemos esto idealizado, fue una infancia feliz. Llegamos y es como que el tiempo se ha detenido. Hay mejoras, pero todo sigue igual».