Hijos

Manuel Blanco EL CONTRAPUNTO

LUGO CIUDAD

15 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Descubrí el nudo gordiano de la paternidad la primera noche que, a solas con mi veleidosa mente, me agredió ese íntimo desasosiego que se manifiesta al pensar que algo puede ir mal. Fue una sacudida caprichosa porque en realidad no había ocurrido nada. Mi pequeño dormía plácido en su cuna. Yo oía su respiración parsimoniosa y me deleitaba con ese aroma frugal que despedía aquel pedacito de mí. El trance se vio interrumpido bruscamente por un golpe seco y al estómago, de esos que, por inesperados, te dejan sin aliento ni capacidad de reacción.

¿Y si algo sale mal? ¿Y si enferma? ¿Y si se cae por las escaleras? ¿Y si un día se suelta de mi mano? En un suspiro, había sucumbido al desconsuelo. Cada exhalación se tornaba infinita. No había oxígeno en aquella habitación para alimentar mis pulmones. Desde aquel día, he vuelto a experimentar estos miedos de forma periódica y aleatoria. Sin que medie nada, como mucho una señal ajena a nuestro periplo vital. Para un tipo cartesiano como el que escribe, la paternidad es un agujero negro. Una ecuación imposible que suma un día tras otro nuevas y retorcidas variables.

Con el tiempo he aprendido a llevar esta mochila y a seguir mis instintos para sortear el precipicio. Si los tengo cerca, los abrazo. Si están lejos, busco su voz para hallar una senda hacia el sosiego. Casi siempre funciona, aunque tengo claro que conviviré con ello hasta que me vaya a criar malvas.

El martes leí la historia de la niña que se descolgó con sábanas desde un sexto en Lugo y volví a sentir ese vértigo a que algún día, y pese a todo el empeño que le ponga, las cosas no salgan como espero. A que algo patine en ese imprevisible ejercicio de funambulismo que supone criar a un ser humano.