Me mira el tipo con mirada de esas que hacen huir hasta las hienas, emite luego una estruendosa carcajada y me comenta:
—¿Es esta tu mierda de ventana, Charlie, esa desde la que escribes tus patéticas chorradas?
Su voz es grave, cavernosa, tiene oficio en la materia y su mirada amenazante, como digo, mira a uno perdonándole la vida. Y sin cobrarle. Su visita no presagia nada bueno…, me temo.
—Escucha, Charlie…-me dice.
—No me llamo Charlie -le replico.
—Escucha, Charlie -insiste-, no he venido aquí para extasiarme con tus estúpidos artículos, vengo aquí para avisarte: estás largando demasiado en tu columna, Charlie, y eso no se hace.
—No me llamo Charlie? -musito con voz trémula.
Contempla con desdén el panorama, y tras lanzar un grueso escupitajo fuera, me aprisiona las narices con tal fuerza que en pleno día veo estrellas. Huelo su aliento repugnante a whisky mientras susurra la amenaza masticando las palabras:
—Para escribir hay que tener olfato, Charlie, y tú de eso careces; además, metes las narices donde no debes y…, por cierto, tu ventana está muy alta, Charlie… ¿Me comprendes?
Cabeceo afirmativamente como puedo. Me suelta. Mira con desdén en la pantalla lo que he escrito y luego escupe:
—Oye, Charlie, ¿cómo es que a un muerto de hambre como tú se le publica esta cochambre?
Mientras me asomo palpándome las napias, dos enormes lagrimones me corren por la cara. Le veo abajo, me saluda tocándose el sombrero, luego mira al suelo y se va hacia el coche en busca de otros Charlies desdichados con olor a muerto. Perdonen. Ando corrigiendo mi última novela, me he contagiado y me ha salido esto. Es un thriller. Se percibe. Creo.