Éramos unos niños; flacos, desarrapados -mal vestidos, cuando menos-, de rostros turbios y angulosos, famélicos perdidos, internos desamparados… Éramos… huérfanos, hijos de las víctimas de la guerra, instrumentos de las circunstancias; eso es lo que éramos por aquellos tiempos…, pero teníamos flautas mágicas dentro del pecho… Éramos el coro, el coro del colegio.
Valladolid, finales de los sesenta, principios de una vida que apuntaba incertidumbre a manos llenas, el colegio en sí rondaba la disciplina férrea de un recinto carcelario de aquel tiempo. Los soporíferos estudios de al caer la tarde eran lo más cercano a una tortura china de Indochina. Más de una cabeza se caía con el sueño y rebotaba en el pupitre. La bofetada era segura. Urgía el escaqueo y la asistencia a los ensayos en la capilla era el remedio. Claro que la alternativa no era posible si no dabas como Dios manda el do de pecho: te arriesgabas a otro par de bofetadas cuando probabas, y la vergüenza de regresar al aula con el careto color naranja. Varios días a la semana, a la caída de la tarde, la melodiosa voz de Nolo, mi hermano, encabezaba aquel glorioso canto que se colaba entre el silencio hasta acabar meciendo tímpanos de huérfanos hambrientos de alimento. Y de esperanza.
Era el Colegio El Salvador -el Chami, por lo de chamizo, a los efectos- y jugábamos a rugby en División de Honor. Fuimos campeones varios años de la liga nacional, y aunque ya no existe el centro, aún seguimos ahí, compitiendo en el deporte del balón con forma de melón. En mi ventana aquí en el alto leí algo sobre el Muralla Rugby Club de aquí de Lugo y lo evoqué. Parece que fue ayer.