Religiosos gallegos que hicieron historia al otro lado del charco

FRANCISCO NARLA

LUGO

22 ago 2022 . Actualizado a las 19:38 h.

Puede que por el mar bravío, por el radón que le cuentan al granito, o porque se hereda sin remedio desde aquellos primeros proto-celtas que navegaban de norte a sur y de sur a norte por la cornisa cantábrica, los gallegos hemos sido muy nuestros con los asuntos de la fe. Podría decirse que a nuestra manera, que para eso están los cruceiros, las ermitas, las pedras de abalar, las fuentes y nacimientos de ríos, las casas de mouras y un San Andrés de Teixido al que irá de morto o que non foi de vivo. Los textos clásicos no nos hablan de druidas (que según parece creían en el paso de las almas de un cuerpo a otro y atribuían a muchos lugares el poder de llamarlas a su seno, justamente como en el hoy católico templo de San Andrés, que además está, precisamente, colgado sobre el mar bravío), como en la vieja Galia o en las islas británicas, pero estudiosos hay que han querido ver en las doctrinas del díscolo Prisciliano semejanzas con aquellos filósofos, sabios, juristas y quién sabe qué más de la tan poco entendida cultura celta, término éste que sigue ofreciendo más preguntas que respuestas.

Y las correrías de Prisciliano no son la única salvedad. Cuentan las crónicas que en tiempos de Sancho el Craso (que son mucho antes que los de Maricastaña, otra gallega peculiar que existió realmente y que, en realidad, se llamaba María Castaño), los obispos gallegos tenían la fea costumbre de acudir a la corte y a los concilios como en los tiempos godos, con las espadas al cinto, como si en lugar de dispuestos a discutir ordenanzas pensaran en batirse en duelo. Y Sisnando, el que puso las murallas a Compostela para que aquellos vikingos que entraban por Catoira no le saquearan el sepulcro del Zebedeo, incluso se fue de batallas contra los normandos y acabó muerto, luchando contra ellos, en el sitio de Fornelos, a tiro de flecha de la catedral compostelana.

Y Diego Gelmírez, el gran Gelmírez, el que hizo buena parte de la fama de Compostela (y al que también se llama padre de la marinería gallega, por aquello de traerse de allende las fronteras los primeros artesanos que construyeron barcos modernos para ese bravío mar que ya se ha mencionado); entre otras cosas más ilustres, se dedicó también a robar reliquias con despecho, como si aquello de los mandamientos no le aplicara por la dignidad de arzobispo.

Los hubo, religiosos peculiares y gallegos, de todas las guisas y en todos lados. También al otro lado del charco. Porque gallego fue uno de los obispos más recordados de Quito. Alonso de la Peña Montenegro nació a punto de acabar el siglo XVI en Padrón (mirando de reojo a Iria Flavia, que era la auténtica sede del obispado compostelano hasta que los mismos vikingos que mataron a Sisnando, de tanto insistir, obligaron a llevarse al obispo tierra adentro, lejos del río y de la ría, para que no le dieran un disgusto; y así sería que el Diego Gelmírez de unas líneas más arriba estrenaría la sede de Compostela oficialmente). Este Alonso era de familia noble y tuvo los reales para permitirse estudiar en la Universidad de Santiago de Compostela. Allí se convirtió en catedrático de teología y, tras pasar por Salamanca por un tiempo, terminaría por convertirse en catedrático primero y rector después de su alma máter. Y, según parece, era hombre de extremado buen juicio y vasta cultura. Virtudes que le sirvieron para llamar pronto la atención de la complicada corte de aquellos Austrias del incomparable Siglo de Oro.

Para marzo de 1653 (días en los que la española cruz de san Andrés ondeaba en estandartes más allá del río Grande, por lo que viene siendo Texas) el rey Felipe IV eligió a este gallego para ser nombrado obispo de Quito (eran tiempos, como lo habían sido los anteriores, en los que las bulas papales y la voluntad del vaticano daban derecho a la corona española a hacer, deshacer, decir y desdecir sobre quién se ponía o no la mitra y el púrpura de los cardenales). El cargo se lo confirmó el papa Inocencio X al poco de recibir la petición desde Madrid, y Alonso de la Peña Montenegro se embarcó para las Indias. Pasó por la bellísima Cartagena de Indias (donde aquel medio hombre, Blas de Lezo, le dio pa'l pelo a los ingleses), luego por Bogotá (más bien Santafé de Bogotá, que así le puso de nombre Gonzalo Jiménez de Quesada, uno de los hombres de la expedición que mandaba, precisamente, Pedro Fernández de Lugo; que a este último el apellido ya le delata el origen).

Nuestro protagonista derrochó de su propio bolsillo para reedificar la Catedral de Quito y, según rezan las crónicas, fue muy querido por sus diocesanos, porque fue hombre generoso y caritativo, tanto que corrían rumores de que el mismo obispo, con capa terciada y el chambergo sobre los ojos, para que no se le reconociese, iba de casa en casa, a cada cual más humilde, ofreciendo apoyo, consuelo, confesión, pan si se podía y unas monedas para espantar las deudas.

Le dio también por escribir y dejó, para la posteridad, una curiosa obra llena de humildades y modestias que tituló Itinerario de párrocos. A su fallecimiento se le sepultó en Quito, pero, aún hoy, en la Colegiata de Iria Flavia, se puede ver el mausoleo que tenía para sí y que quedó vacío, sin más que una estatua postrada en oración. No parece que fuera hombre de acción como aquel Sisnando, pero, siendo como era del Padrón (donde acabaron los pimientos que se trajeron de las Indias) bien hubiera podido darse que, de necesitarlo, de haber vuelto a subir los vikingos encorajinados por el río Sar, el mismo Alonso de la Peña hubiera tomado las armas para defender suelo gallego.

O para echarles una bendición…