«O que arde», la película de Oliver Laxe que pone Os Ancares en el mapa de la historia del cine

Suso Varela Pérez
Suso Varela CRÍTICA DE CINE

LUGO

NUMAX

El director lucense dice que no hace falta buscarle sentido a todo para que una obra nos penetre

01 ene 2020 . Actualizado a las 21:15 h.

En la historia del cine existen obras que trascienden fronteras para convertirse en películas atemporales. Cuando Víctor Erice presentó en 1973 El espíritu de la colmena estaba abriendo no solo un camino artístico personal sino que también poniendo a España en el mapa del séptimo arte. Aquella obra resumía todo el cine español y lanzaba un mensaje hacia el futuro. Oliver Laxe, con su tercera película, O que arde, ha conseguido lo mismo, crear una obra que ya viaja a través del tiempo y cuyos límites aún están por escribir y descubrir.

El gran éxito de público que ha alcanzado (entendiendo éxito por unas cifras de espectadores poco habituales para una producción modesta) no deja de ser un instante pasajero. Incluso, si finalmente recibe el reconocimiento de los premios Goya, será una anécdota dentro del mundo del espectáculo español. O que arde juega en otra liga. Su recorrido vas más allá de un estreno con colas de espectadores o de premios de una industria muy reacia a reconocer a autores como Erice o Laxe, aunque es capaz de rendirse antes sus películas. Almodóvar lo acaba de hacer esta semana.

Se ha escrito mucho acerca de las secuencias más famosas e inolvidables de la película de Laxe: la llegada de Amador a su casa y el encuentro con su madre (imposible no acordarse de John Ford), Benedicta cobijada dentro de un castaño (como un personaje de Ozu), el diálogo entre madre e hija acerca del sufrimiento (pura poesía de Mizoguchi), el arranque hipnótico y de ciencia ficción (la influencia de Tarkovski es evidente), o el paseo de esa madre entre las cenizas de un mundo que desaparece (Kurosawa está presente). Pero hay una secuencia en la que directamente se explicita la manera de entender el cine de este autor lucense. Se trata del viaje en camioneta de la veterinaria con Amador. En un momento, ella enciende la radio y suena la maravillosa canción Suzanne, de Leonard Cohen. Ella le pregunta si le gusta —por otra parte una canción que nada tiene que ver con el entorno que se describe— y Amador le dice que no entiende el inglés. Entonces, ella, en definitiva Oliver Laxe, afirma que no hace falta entender el inglés para saber apreciar la hermosura de la canción, para a continuación la cámara irse hacia el plano largo del ojo de una vaca.

No hace falta buscarle sentido a todo para que una obra —sea musical, artística o cinematográfica— nos penetre. Los cineastas que exponen sus creaciones desde el corazón, la comprensión y el amor, como suele explicar Laxe, precisamente lo que buscan es llegar, primero al corazón del espectador, y luego, despertar su conciencia del mundo que les rodea.

Laxe sigue los preceptos de una de sus referencias cinematográficas, Robert Bresson, cuando este afirmaba que no se filmaba para «ilustrar una tesis o para mostrar a hombres o mujeres limitados a su aspecto externo, sino para descubrir la materia de la que están hechos. Alcanzar ese ‘corazón’ que no se deja atrapar ni por la poesía, ni por la filosofía, ni por la dramaturgia».

Efectivamente, no es necesario ser un gran erudito en cine o en «alta cultura» para comprender la propuesta de un autor que nos quiere mostrar, a través de los rostros y las miradas de los protagonistas, el final doloroso de una época, el apagón de un modo de relacionarse que ha tenido el hombre durante siglos con la naturaleza, en definitiva, ese holocausto del rural que Laxe me explicó durante una inolvidable entrevista en diciembre del 2017, antes de que comenzase el rodaje de su película. Ese día me dijo que la idea de la película le había nacido en el 2007, a raíz de la ola de incendios que asoló a Galicia en el 2006. Lo cual, ya muestra una de las cualidades que hace de Laxe un autor distinto al panorama actual del cine español y que lo emparenta con los maestros del cine mundial: sus ideas claras sobre qué es el cine y qué papel puede desempeñar en la sociedad. En este sentido, las palabras de Tarkovski, otro de sus referentes, valen para el director gallego: «En cuanto cedes en algo que no crees, luego sucumbes y te conviertes en un conformista».

Cuando Laxe presentó su anterior película, la maravillosa Mimosas, ya afirmaba en una entrevista que se sentía muy ligado a su pasado rural de Os Ancares, impresionando por los relatos que le contaron y que vivió en primera persona de sus abuelos y de sus antepasados. «Me impresiona su aceptación, su dulce y digna sumisión ante una vida que es más grande que ellos, aparecen siempre en estos relatos, una mezcla de humildad y desapego. Quiero que mis películas recojan estos delicados sentimientos, estar a la altura de estos antepasados hacia los que guardo mucha admiración». Laxe, tres años antes de O que arde, ya estaba dando las clave de una película, que hay que decirlo, pone a Galicia, a Lugo, a Os Ancares y a sus gentes en el mapa de la historia del cine. Por este motivo creo que aún no se está valorando la importancia de esta película para Galicia, quedando sus análisis reducidos a un par de ideas y algunas frases.

O que arde se ha presentado como una película sobre el problema de los incendios en Galicia. El propio director ha tenido que hablar sobre este asunto, pero cada vez tengo más claro que para Laxe el fuego y el personaje exterior del pirómano no dejan de ser excusas, o siendo muy simples, son Macguffins, pretextos de actualidad para en el fondo contar otra historia, ese holocausto que se vive en la milenaria vida del rural gallego, y que es similar a cualquier parte del mundo. Una de las secuencias más grandiosas de esta incontestable obra maestra define el verdadero drama que se vive, en este caso, en Os Ancares. Un brigadista tiene la misión de desalojar una aldea ante la llegada del incendio. Llega a una casa, llama de manera insistente y pregunta: «Hai alguén por aí?». Visita los cuartos de la vivienda, otrora ocupada y llena de vida, hasta que entra en la cocina, el lugar donde se juntaron al calor del fuego durante años los ocupantes de la casa y solo se encuentra un par de cabras y una vieja foto rota en blanco y negro con toda la familia que llegó a habitarla.

Esta secuencia ejemplifica la película y el estilo de Oliver Laxe: economía de medios para explicar qué fuimos y hacia dónde vamos. Bresson decía que las ideas había que esconderlas, pero de manera que el espectador las encuentre, y la más importante será la más oculta. Laxe lo consigue, pero a mi entender con una diferencia con respecto al frío director francés. El gallego habla a través de su cine —con respeto, admiración, bondad y tolerancia— desde el corazón, sin enjuiciar nada y ni a nadie, sino utilizando una mirada piadosa, como Dreyer o Rossellini, para comprender a unos personajes atrapados por su pasado y con un futuro que no entienden y que les agrede, que les hace daño. Nadie tiene la culpa de nada. Laxe no lo busca, solo quiere hacer lo que me dijo en aquella entrevista: «As imaxes teñen que acompañar ao espectador, e por exemplo no cine de Hollywood, que podes gozar, pero co tempo non te lembras de nada, é coma se o vento tirase terra encima delas». Laxe, lo has conseguido, tu película nunca será sepultada.