Especialmente la escultura figurativa deviene en «artefacto» para la contemplación e interpretación del mundo. La de Álvaro, además, recupera con suma destreza aquella lectura elevada de la estatuaria clásica, no ya en pedestal que sostiene el aire inacabado de Rodin sino en «arquitectura» desde la cual observar y pensar. De las acepciones incluidas en la definición de atalaya, la tercera, ?estado o posición desde la que se aprecia bien una verdad?, parece conducirnos a un sentido esencial en la obra del artista, la cual brota del esqueleto o verdad interior como si de un árbol que va medrando en frondosidad se tratase. «Atalayas/ Ou espazos lixeiros/ Ou como mirar a quen mira», a modo de proverbio flamenco que tanto dicta como refleja, nos permite interrogarnos acerca de la eterna suspensión existencial. Todo y fragmento, armazón y cultura, figura y horma? Diálogo o enfrentamiento, controversia Carnaval/ Cuaresma no yendo sino volviendo a «Un lugar donde quedarse» y no consintiendo a la serenidad despojarse de ironía ni de humor. Carente la obra de formas estilizadas (afinada, sin embargo, -de esbozo rotundo a rasgo confirmado- cambiando), pero sustituida su impresión por la altura y una disminución exquisita en «decibelios», alcanza de lleno al espectador atento, catapultando humanidad y fuerza en una rusticidad cada vez más aparente que semeja recubrimiento afable del orgullo indestructible, hieratismo oriental y gallego o ?Mirar á chaira? los cuerpos de madera que nada han de envidiar al espíritu del hierro.
Recuerdos de un Vicente que apellidaba Risco, un guiño para buenos entendedores.
¡Manifiestamente lograda y grandiosa la muestra por más que sin pretensión! (¡¡¡Homérica, impetuosa!!!).