La vida en un centro para discapacitados físicos: «Yo tenía que estar trabajando en la Citroën, pero estoy aquí»

Carlos Cortés
Carlos Cortés MONFORTE / LA VOZ

BÓVEDA

La residencia que hay en el municipio de Bóveda, de referencia para toda Galicia, atiende a 114 personas con perfiles muy diversos

12 jun 2022 . Actualizado a las 13:50 h.

«Este no es un centro cualquiera». La frase suena, reivindicativa, nada más llegar. El centro en cuestión es la residencia para personas con discapacidad física grave que la empresa DomusVi gestiona en el municipio de Bóveda. Lo que su director, Fernando Prada, quiere decir es que en Galicia no hay otro servicio con estas características. En esta residencia viven o trabajan a diario más de doscientas personas, pero su carácter único no se lo da el tamaño, sino la dificultad de establecer un perfil sencillo de sus usuarios. Todos tienen alguna discapacidad física, pero ahí se acaban las similitudes entre ellos. En esta residencia hay gente que para moverse necesita poco más que un andador, pero también quienes están completamente paralizados. En ella conviven personas sin ninguna afectación psicológica con otras que precisan un seguimiento psiquiátrico intensivo, internos que pidieron ellos mismos su ingreso para no suponer una carga para sus familiares y otros que fueron trasladados aquí después de vivir experiencia extremas en la calle.

Este último es el caso de Montserrat Villar, una coruñesa de 60 años y con párkinson a la que la vida se le empezó a torcer antes incluso de que le llegase la enfermedad. Con cuarenta y tantos, su marido empezó a maltratarla y la dejó sin techo después de vender el piso que compartían. No lo ha vuelto a ver. «Me quedé en la calle —cuenta—, sin trabajo y sin medios para sobrevivir». Cuando un tiempo después le diagnosticaron párkinson, trató de cuidarse ella misma mientras pudo, pero la enfermedad avanzó y llegó un momento en que se le hizo imposible. Vivía en la calle y dependía de la caridad para comer. Y aún así, la experiencia de entrar a vivir en un centro asistencial se le hizo muy dura. De hecho, lleva nueve años en Bóveda y todavía no se ha acostumbrado. La familia que le queda en A Coruña viene con frecuencia a visitarla y eso le da vida, pero lo que ella querría es poder salir y valerse por sí misma. «Esto no se supera», dice con una sonrisa en la cara.

También sonríe Gilberto Fernández, y mucho. Tanto que a lo mejor es por eso que no aparenta los 42 años que tiene. Él no viene de la calle ni carga con ninguna historia de maltrato. Es de los que están en la residencia de Bóveda porque lo pidió él mismo. Tiene una parálisis cerebral de nacimiento, que no le impidió estudiar y formarse en un ciclo de formación profesional de informática de empresa en el instituto de A Rúa. Siempre vivió con sus padres en O Barco, pero el año pasado decidió que tenía que irse a un centro: «Mis padres ya son mayores y necesitaban una seguridad para el futuro. Aquí estoy bien cuidado y mis padres están más tranquilos». Cada quince días va a verlos y pasa con ellos un fin de semana. Gilberto puede caminar solo, pero con dificultad. Su movilidad está estancada y los especialistas no creen que pueda mejorar mucho más. En Bóveda hace fisioterapia y logopedia y participa en actividades de psicología, terapia ocupacional y educación social. «Aquí te tratan espectacularmente —explica—. pero lógicamente echo de menos a mi familia».

Camas contadas en Galicia

La residencia de Bóveda tiene en estos momentos a 114 personas internas, todas en plazas concertadas con la Xunta. «Es nuestro tope —indica su director—, y estoy seguro de que si tuviésemos más plazas también seguiríamos estando llenos». La demanda de asistencia en centros de este tipo es muy alta y las camas están contadas. En Galicia solo hay otra residencia similar, el Centro de Atención a personas con Minusvalías Físicas (CAMP) que gestiona el Imserso en Ferrol, pero aplica filtros estrictos que dejan muchos perfiles fuera. En Galicia está además el Centro de Promoción de la Autonomía Personal (CPAP) de Bergondo, también del Imserso, pero está orientado exclusivamente a quienes tienen posibilidades de mejorar de forma significativa en su autonomía personal.

Fernando Prada está en al frente de esta residencia desde su puesta en marcha a finales del 2012 y asegura que desde el principio tuvieron claro «que este era un centro para personas con discapacidad física gravemente afectados, pero que no se puede separar el cuerpo de la mente». ¿Qué pasa si les llega alguien con un perfil muy complejo? «Hay que desarrollar herramientas para atenderlo correctamente», afirma el responsable de la residencia. Su plantilla de trabajadores está formada por 107 personas, la mayoría auxiliares, pero también enfermeros y un médico.

«Las auxiliares de aquí tienen mucho mérito y aguantan mucho». El piropo al personal de la residencia se lo lanza Belén Gómez, que está viendo la tele en una sala situada junto a una puerta de cristal por la que entra toda la luz de fuera. Apenas puede moverse y habla muy bajo y con dificultad porque tiene esclerosis múltiple. Tiene que usar silla de ruedas desde los 30 y cumplirá 57 el 6 de octubre, así que lleva toda una vida peleando con la enfermedad. Si algo no se le entiende bien, cualquiera de las auxiliares que tratan más con ella acercan el oído y le hacen de altavoz. Belén es de Tui y cuenta que su familia se hizo cargo de ella durante años, hasta que llegó un momento en que no pudieron seguir haciéndolo.

De lunes a viernes

Tampoco la familia de Alexandre Saco Vázquez lo tiene fácil para atenderlo. «Mi madre —dice— se levanta todos los días a las ocho de la mañana para trabajar, y trabaja en la otra punta de Lugo». Alexandre explica esto mientras levanta la vista del cómic que está leyendo en una de las salas de estar de la residencia. A su lado hay un barullo considerable, pero él ni se inmuta. «Yo tenía que estar trabajando en Peugeot o en la Citroën —cuenta—, pero acabé aquí por una tontería muy grande». La tontería es una caída desde seis metros de altura un día de hace nueve años cuando estaba en su casa en el barrio lucense de A Milagrosa. Tenía 20 años y estudiaba un ciclo de mecanizado para hacerse tornero fresador. La caída le provocó una lesión que lo obliga a usar un andador para caminar. La pierna izquierda le responde, pero la derecha no. De lunes a viernes, vive en la residencia y los fines de semana se marcha a su casa. «No me costó adaptarme a vivir aquí —asegura—, porque o te ayudas o te hundes, y yo me ayudé». Nueve años después de aquella caída tonta, Alexandre dice estar hecho a esta vida. «¿Que si me siento bien aquí? Sí. Bueno, todo lo bien que uno se puede sentir en un centro».

Las de Alexandre, Gilberto, Belén y Montserrat son algunas de las 114 historias que bullen dentro de las paredes de la residencia de Bóveda, un lugar en el que la vida no se detiene. «Puede haber quien piense que la vida para los que entran aquí se acaba, pero para nada», protesta el director de la residencia. «No entra en un limbo en el que los conflictos no existente, claro que existen, porque en los centros asistenciales hay mucha vida», insiste.