Por qué los años se nos pasan cada vez más rápido: «Percibimos el tiempo en relación con el que ya hemos vivido»

SALUD MENTAL

La sensación de que el tiempo transcurre más lento cuando somos niños puede deberse al estrés de la vida adulta.

Analizamos junto a los expertos la percepción del tiempo en la infancia y en la vida adulta y explicamos cómo recuperar esa sensación de que lentitud que teníamos cuando éramos pequeños

04 nov 2024 . Actualizado a las 18:56 h.

Cuando éramos pequeños, parecía que había que esperar eternamente hasta las próximas navidades o el siguiente cumpleaños. Los días se nos hacían largos e incluso una hora podía ser una cantidad de tiempo inconcebible para nuestra mente infantil. Pero a medida que vamos creciendo, esta percepción del tiempo cambia, a tal punto que en la vida de cualquier adulto, los años dan la impresión de pasar en un abrir y cerrar de ojos. Es típico tener la sensación de que algo sucedió unos meses atrás cuando, en realidad, ha ocurrido hace un lustro.

Esta transformación es más que una percepción subjetiva. Existen investigaciones que muestran cómo se manifiesta el tiempo en el cerebro de niños y adultos, con sus respectivas diferencias. Hay diferentes teorías acerca del motivo de este cambio. Para explicarlas, hemos hablado con dos expertos que destacan la importancia que puede tener, en la vida adulta, volver a acercarnos a esta forma juvenil de entender el tiempo, para poder estar presentes en cada momento y disfrutar más de la vida, en lugar de sentir que tan solo la dejamos pasar por delante de nuestros ojos.

Por qué el tiempo pasa más lento para los niños

Si nos remontamos a nuestra infancia, momentos como las vacaciones de verano, en las que podíamos pasarnos horas jugando bajo el sol o en el agua, parecían no tener fin. ¿Por qué el tiempo tiene esta cualidad más 'elástica' cuando somos pequeños? Tanto la velocidad del tiempo como su duración son aspectos que el cerebro aprende a interpretar durante los años formativos.

«Se han elaborado una serie de teorías con respecto a este hecho. Una de ellas es que percibimos el tiempo en relación con el que ya hemos vivido. Los niños tienen, por definición, una vida más corta. Para un niño de, por ejemplo, cinco años, un año es el 20 % de su vida. En cambio, para una persona de 50 años, un año representa un 2 % de su vida», explica el psicólogo Yago López Pérez, vogal da Xunta Directiva da Sección de Psicoloxía da Intervención Social do Colexio Oficial de Psicoloxía de Galicia.

Por otro lado, los niños tienen una menor capacidad de abstracción porque no tienen un desarrollo cognitivo tan completo como el de un adulto. «Esto hace que su sentido cronológico sea distinto. Ellos son mucho más espontáneos y viven más en el aquí y ahora. Tanto el pasado como el futuro les suelen costar. A veces se acuerdan de cosas de hace mucho tiempo y las sitúan como muy recientes y también ocurre al revés. Esto es esperable, según el nivel de desarrollo y edad que tengan», observa la psicóloga infantojuvenil María Martín-Vivar, presidenta de la Asociación Española de Psicología del Niño y Adolescente (Apsnae).

A medida que los niños crecen, se asientan en su corteza prefrontal las capacidades necesarias para manejar conceptos abstractos como la duración y la secuencia temporal de los eventos y situaciones que viven. «Esto, junto con el desarrollo de otras habilidades cognitivas como la memoria y la atención, favorecen que la percepción del tiempo vaya siendo más precisa», detalla Martín.

Otra de las teorías es que el motivo de esta percepción radica en la novedad que suponen muchos de los estímulos, lugares, acciones y situaciones a la que se enfrentan los niños cada día. Para los adultos, que contamos con mucha más experiencia, «es más rutinario, tendemos a prever. Sin embargo, los niños, para avanzar en su desarrollo, dedican mucho tiempo a procesar y entender todo lo que les rodea», señala Martín.

Como todo es novedoso, ellos prestan mucha atención y codifican cada evento con numerosos detalles y emociones. «Por eso todo pasa mucho más lento que en la vida de un adulto, en la que, por ejemplo, tenemos que ir al trabajo y ocurre día sí, día también. No se codifica esa información, no la almacenamos porque es redundante, no es relevante. Entonces, es como si no hubiera ocurrido, es como si esa información no quedase registrada», detalla López.

Esto que sucede con las experiencias novedosas ocurre también con las que tienen una carga emocional importante. «Para el procesamiento cerebral es importante que haya un evento emocional, como la primera vez que conduces, o la primera cita o el primer beso. Los niños viven mucho más intensamente las emociones y quedan registradas. En cambio, los adultos tenemos un mayor control emocional. Eso evita que podamos experimentar esas emociones de forma muy brusca y, por lo tanto, tampoco las estamos codificando tan intensamente como cuando somos niños», explica el experto.

Asimismo, los adultos llevan vidas más estresantes que los niños. A medida que vamos creciendo, incorporamos responsabilidades y nos hacemos cargo de otras personas, de organizaciones y de proyectos que nos llevan a estar más pendientes del futuro, de las tareas pendientes y de las preocupaciones, mientras que los niños están más anclados en el presente. «Se sabe, por ejemplo, que en cuadros depresivos y de bajo estado de ánimo, el tiempo es percibido como muy lento», observa Martín.

Este aspecto de la salud mental, que puede estar más alterada en adultos, es un factor de peso a la hora de entender el paso del tiempo. «A una persona depresiva, un día puede hacérsele inmenso e insuperable por el sufrimiento que está llevando, mientras que a una persona con ansiedad le sucede lo contrario. Puede pasársele el día volando porque está en todo momento preocupándose por una cosa o por la otra. Los trastornos afectan a los procesos psicológicos básicos, como la atención o la memoria, que ayudan a percibir el tiempo de una u otra manera. Por eso impactan en cómo percibimos el tiempo», explica López.

Cambiar la perspectiva

Volver a vivir como si fuésemos niños, experimentando el paso del tiempo como algo más gradual y no tan brusco, sería beneficioso para nuestra salud mental. No solo porque nos ayudaría a estar más presentes en el día a día, apreciando lo que tenemos y valorando cada experiencia, sino porque podría reducir nuestros niveles de estrés. Existen técnicas que pueden ayudarnos en este sentido.

La meditación y el mindfulness son dos de las principales herramientas para mejorar nuestra relación con el ahora y lograr que el tiempo no se nos escape de las manos. Este tipo de ejercicios pueden ayudar a la persona a estar más presente y ser más consciente de lo que está viviendo en el presente, enfocando la atención, por ejemplo, en respirar. «Si somos capaces de redirigir nuestra consciencia a la inspiración y la espiración, estaremos conectados con el presente», asegura López.

Pero esta no es la única opción. «Puede ser la respiración, puede ser el ruido del agua en la ducha, puede ser el paso de las nubes por el cielo, o pueden ser los ruidos de la naturaleza, de los animales. Esta es una forma de desarrollar esa capacidad atencional, es como una linterna que estamos apuntando hacia las preocupaciones o hacia el momento presente», observa el psicólogo. Esta técnica requiere un entrenamiento y una práctica, pero es algo que en el día a día se puede desarrollar con intervalos de repetición de cinco minutos.

También puede ser beneficioso evitar el uso de relojes inteligentes, «que nos conectan con mil notificaciones y dejar de lado, en la medida de lo posible, el uso del móvil. Es importante priorizar las actividades que nos conecten con el ahora. Estar en contacto con la naturaleza, preparar una receta en familia que requiera tiempo compartido, la lectura, escritura y pintura son algunos ejemplos», propone Martín.

Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.