El miembro del Instituto de la Felicidad de Copenhague que lleva 20 años midiéndola: «Desde que tengo hijos, 100 días son malos y 80 buenos»

Cinthya Martínez Lorenzo
Cinthya Martínez LA VOZ DE LA SALUD

SALUD MENTAL

Alejandro Cencerrado es analista de big data del Instituto de Investigación de la Felicidad de Copenhague (Dinamarca).
Alejandro Cencerrado es analista de big data del Instituto de Investigación de la Felicidad de Copenhague (Dinamarca).

El experto señala que hoy tenemos todo lo que nuestros abuelos habían soñado, pero seguimos sintiéndonos vacíos y perdidos

23 sep 2024 . Actualizado a las 15:52 h.

Todos podríamos estar más o menos de acuerdo en que los 18 son complicados. Una edad en la que se toman decisiones que pueden marcar en cierta forma nuestro futuro, un cerebro que aún se está desarrollando y unas hormonas disparadas. Un cóctel molotov difícil de gestionar incluso para aquellos que se dedican a medir lo felices que somos los ciudadanos. Parece una utopía, pero es la profesión de Alejandro Cencerrado. Este físico trabaja como analista jefe del Instituto de la Felicidad de Copenhague (Dinamarca), un puesto al que accedió con una carta de presentación muy particular: a los 18 años, se propuso medir su felicidad diaria. Cada noche, pone un número del cero al diez que representa lo feliz que ha sido durante ese día. Así, durante casi dos décadas. Y una de las conclusiones que ha sacado, paradójicamente, es que la infelicidad es igual de necesaria que la felicidad en nuestras vidas. 

—En el 2005, con tan solo 18 años, empiezas a medir tu felicidad. ¿Qué es lo que te lleva a tomar esta decisión?

—Tenía muchas discusiones con mis padres, típico de adolescentes. También tenía una pareja y, lo mismo, discutía mucho con ella. A esto le sumamos que sufría problemas de autoestima. Y un día, salí del instituto con un amigo y nos hicimos la siguiente pregunta: ¿queríamos tener una vida eterna, pero con una felicidad mediocre, o tener una vida normal, pero muy felices?

—Una reflexión bastante profunda para unos chicos tan jóvenes. 

—Sí, y no me acuerdo qué salió de aquello, pero sí que sé que, después de aquella conversación, empecé a medir mi felicidad. Quería ser feliz. Empecé marcando solo un número en unos calendarios que le daba el Banco de Castilla la Mancha a mis padres. Ahí apuntaba un número con el rotulador que iba de cero a diez y a los seis años o así, hablé con Carmelo Vázquez, que era catedrático de Psicopatología. Él había escrito un artículo en el National Geographic sobre emociones, le contacté, y estuvimos hablando. Le mostré mi proyecto y me dijo: «Oye, ¿por qué no escribes un diario también? Para ver qué ha afectado a tu felicidad». Y desde el 2011, también escribo un diario donde apunto con quién he estado, si ha hecho sol, si he tomado mucho café o cualquier otra cosa que puede influir en mi felicidad.

—¿Cuáles son los parámetros que tienes en cuenta a la hora de medir la felicidad de cada día?

—No tengo ningún parámetro científico, simplemente tengo en cuenta cómo me he sentido. Si te pregunto a ti en una escala del cero al diez cómo ha ido tu día ahora, seguro que me puedes decir más o menos si has suspendido o no. Si es menos de cinco o más de cinco. Y no hace falta hacer un gran análisis, simplemente se trata de analizar cómo me ha ido mañana, la tarde y la noche. Y si mi jefe un día me sube el sueldo, eso suele ser algo que impacta bastante a mi felicidad y ese día pondré, probablemente, más de cinco. Y si he tenido una gastroenteritis, pondré una nota muy baja. 

—Una subida de sueldo no suele ser frecuente. ¿Cuál suele ser la media de tus anotaciones sobre felicidad?

—La media suele confundir porque al ser tantos números, suele ser baja. Me gusta más hablar del número de días buenos y malos que he tenido. Antes tenía 100 días buenos y 80 malos al año. Es decir, 100 días por encima del 5 y 80 por debajo. Desde que tengo hijos es justo al revés: 100 días malos y 80 buenos. Eso es, más o menos, el balance. Hay gente que suele ser más positiva a la hora de valorar sus días y, en general, con algo que le pase bueno al día ya pone un seis o un siete. Yo suelo ser bastante estricto en eso. Si me gustaría que ese día se repitiera pongo más de cinco y si no, menos. La mayoría de días suelen ser normales. 

—Tu felicidad va a menos desde que eres padre. ¿La gente no suele recibir muy bien esta opinión?

—Sí. Vivimos en una sociedad de falsedad y es algo contra lo que intento luchar. Creo que mi principal objetivo cuando hablo de felicidad es luchar contra la sociedad de las apariencias, del todo me va bien y si algo me va mal lo oculto. Estoy muy en contra de eso y como tengo un diario, lo veo blanco sobre negro. No es algo que tire de memoria, sé científicamente que es así. Tal como dices, hay mucho odio y cuando lo digo siempre hay alguno que me responde: «Qué triste que digas esto». Hay mucha gente que en público no lo reconocen, pero cuando me escriben por privado me dicen que se siente igual. Me hace ver que no soy el único. Y esto, no solo con los hijos. También con verte mal en el espejo, con tener autoestima baja, con sentirte solo de vez en cuando. Somos muy falsos en eso y con las redes sociales, más aún. Hay gente a la que le cuesta mucho reconocer hasta a sí mismo que es infeliz de vez en cuando y que no pasa nada. 

—¿Recomendarías no tener hijos para ser feliz?

—Depende mucho de la persona. Yo he tenido hijos con los padres lejos y eso es algo muy importante. Luego también depende de lo parecido que seas a tu pareja en muchas cosas. Algo que es muy difícil de saber hasta que no los tienes.

—¿En qué sentido?

—Por ejemplo, a mi mujer le gustaba mucho la rutina antes de tener hijos y le gustó mucho más. Yo soy al revés. Y de eso no nos dimos cuenta hasta que los tuvimos. Es difícil. Creo que cada historia es un mundo y no me atrevería a dar un consejo claro sobre eso. 

—Empezaste a medir la felicidad a los 18 años, me imagino que después de tanto tiempo tu idea sobre ella también ha cambiado. 

—Sí, ha cambiado mucho. Cuando uno es joven lo que más le afecta son los exámenes y la autoestima por gustar a los demás. Aunque esto puede cambiar, en general lo veo así. Como que estás en una edad en la que estás hormonado, te importa mucho lo que piensen de ti, gustar a los demás y estar con los amigos. Todo eso es lo que afecta a la felicidad; o por lo menos, afectaba a la mía por entonces. 

Ahora que soy padre, ya no le doy tanta importancia a cómo me veo en el espejo o en las fotos. Mi ego ya no me importa y tengo problemas distintos como no dormir por las noches y mantener un poco una relación con mi mujer, que se ha perdido mucho desde que somos padres. Todo ese tipo de cosas son las que más me afectan ahora. 

—Si tuvieras que dar un consejo para ser feliz, ¿cuál sería?

—Creo que el más importante es no obsesionarse con ser feliz. No hay que ofuscarse con todos esos post que vemos en Instagram de gente que se lo está pasando increíble en Japón, mientras tú estás trabajando. Tampoco con verse mal en el espejo un día y pensar «qué feo soy». Todos pasamos por exactamente lo mismo. La infelicidad es parte de la vida. De hecho, desde el punto de vista evolutivo, es una parte muy importante.

—¿Por qué?

—Si nuestros abuelos nunca se hubieran sentido solos, nunca hubieran salido a la calle a buscar a nuestras abuelas. Tampoco saldrían a buscar el trabajo que nos da de comer. Todas las emociones negativas están en nuestro cerebro por algo. Mi consejo principal, especialmente en esta era de redes sociales y apariencias, es que la infelicidad y los sentimientos negativos son parte de la vida. Hay que vivirlos y ya está, no tienen nada de malo. 

—¿Qué importancia tienen las relaciones sociales?

—Toda. Somos animales sociales. En el pasado, lo más importante que le podía pasar a un humano para sobrevivir no era ser más fuerte o más rápido, era ser el mejor integrado fuera del grupo. Si te quedabas fuera de este, te morías. Todas nuestras emociones han evolucionado en esa dirección: la culpa, la vergüenza, incluso el aburrimiento, la tristeza y la soledad. Todos esos sentimientos son sociales y, básicamente, nuestra autoestima depende mucho de cómo nos vean los demás. Estamos continuamente testando si le gustamos a nuestro jefe, a nuestros compañeros, o dándole vueltas al posible porqué de que tu amigo no te llame. Obviamente nuestra felicidad también se ve afectada por momentos circunstanciales de mala salud, cansancio, dolor... Pero en general, la mayoría de nuestras emociones, tanto positivas como negativas, van en torno a lo demás. 

—¿Qué hay de las relaciones tóxicas?

—Son una realidad para muchos de nosotros y un diario es muy útil para detectarlas porque muchos de nosotros, yo incluido, tenemos una tendencia un poco extraña a juntarnos con gente que igual es carismática, guapa o nos hace sentir especiales por estar a su lado, pero después te das cuenta de que siempre que estás con ellos, te bajan la autoestima o te hacen infeliz. Creo que algo muy bueno que nos podrían enseñar desde jóvenes para evitar las relaciones tóxicas es aprender a vivir solos. Es algo muy negativo para la vida, la soledad, pero es como las vacunas: te hace inmune a las relaciones tóxicas. Hay mucha gente que se mete en este tipo de relaciones porque les da miedo estar solas. 

—¿No nos gusta mostrar las emociones negativas?

—Sí, a mí me ha pasado muchas veces. Cuando se murió mi tía, por ejemplo, escribí en mi diario que estaba con mi familia y que me hubiera gustado llorar, pero no quería mostrar ese lado frente a ellos. Es algo muy claro del patriarcado de nuestra sociedad, que parece que siempre está enfocado en que este tipo de patrones son de mujeres y no es cierto, los hombres también los tenemos. 

Al final, para mí, lo negativo de eso no es tanto el reprimir las emociones y que luego salgan por otro lado, sino el hecho de que nos sentimos solos. Cuando un hombre tiene un problema, no lo comparte, se queda solo con él. A mí me ha sucedido con problemas de erección al tener sexo. Me ponía muy nervioso y no tenía erecciones. Eso es algo que, además, no se habla nada porque es tabú. Cuando empecé a abrirme, me di cuenta de que le pasaba a muchos amigos y fue como una revelación, un descanso. No éramos los únicos. Creo que pasa lo mismo con casi todas nuestras emociones. 

—¿Cómo acabas en el Instituto de la Felicidad de Copenhague?

—Fue casualidad. Me fui a Copenhague buscando trabajo y estuve ahí cinco años antes de encontrar el onstituto. Un día una amiga me regaló el libro del director. Era mi sueño trabajar ahí porque llevaba años analizando mi felicidad. Apareció un puesto de analista de datos, que es lo que hago. Les conté mi historia y me contrataron. 

—¿España es un país feliz?

—Es una pregunta difícil. Cuando hablamos de felicidad a nivel de países, hacemos medias. Si atiendes a la media de lo que dicen los españoles, en España no es muy alta. Según el ránking de las Naciones Unidas sobre la felicidad, que se basa en 3.000 preguntas anuales a la población sobre lo satisfechos que están con la vida, España tiene sobre un 6,4 y estamos en el puesto 36 este año. Para más de cien países no está nada mal, pero sí que estamos muy lejos del primero, que es Finlandia, o del segundo, Dinamarca; en general, de los países nórdicos. Dicho esto, estamos hablando de una media. No todos los habitantes de Dinamarca o Finlandia viven bien.

—¿Cuáles son las claves que hay detrás de esas posiciones en el ránking?

—La cuestión es que en los países nórdicos, gracias al estado de bienestar, han sabido reducir muy bien las bolsas de miseria como el desempleo, personas con problemas de salud mental que puedan acceder a un psicólogo o que te des un paseo por Copenhague y no veas a casi nadie pidiendo en la calle. El español medio, si te tomas una caña en una terraza, lo verás contento, y te preguntarás cómo es posible que en un país como Dinamarca que hace frío y no tienen eso sean más felices. Pero luego cuando rascas, a nivel demográfico te das cuenta de que hay mucha gente que, a pesar de tener el sol y las tapas, tienen un jefe que los maltrata y horarios laborales interminables. Muchas cosas de este estilo que hacen que la media baje mucho. 

—¿Qué opinas sobre el boom que hay entorno a la palabra felicidad?

—Me parece un movimiento natural. Cuando nuestros abuelos eran jóvenes, ellos tenían muy claro lo que era: no agachar el lomo todo el día en el campo y tener para comer. Las fuentes de felicidad eran muy claras y por aquel entonces, un aumento en la riqueza iba paralelo a un aumento del bienestar en la población. A día de hoy tenemos un problema mucho más complicado: ya tenemos todo lo que nuestros abuelos habían soñado, pero seguimos sintiéndonos vacíos y perdidos. Tienes todo lo que se supone que puede hacerte feliz y sigues sin serlo. 

—¿Y cómo se podría intentar remediar este problema?

—Tenemos que empezar a cambiar la mentalidad. Antes poner una lavadora o un televisor en casa era motivo de felicidad, ahora tenemos que resolver problemas mucho más complejos como son la soledad, problemas de salud mental o de autoestima creados por las redes sociales… Andamos un poco perdidos como sociedad en ese sentido. Por eso que, de repente, ha irrumpido en nuestra sociedad movimientos que nos hacen mirar adentro y dejar de seguir buscando fuera, como el mindfulness. Lo que sucede es que ha irrumpido de una forma un poco emocional, haciéndonos creer que la culpa de nuestros males es nuestra.

—¿Crees que esta moda que existe alrededor de la palabra felicidad acabará explotando?

—Creo que ya está explotando. La gente está cansada de la «filosofía Mr Wonderful», le gusta escuchar que la infelicidad es necesaria: «Por fin alguien que me dice que no soy raro».

Cinthya Martínez Lorenzo
Cinthya Martínez Lorenzo
Cinthya Martínez Lorenzo

De Noia, A Coruña (1997). Graduada en Periodismo por la Universidad de Santiago de Compostela, me especialicé en nuevas narrativas en el MPXA. Después de trabajar en la edición local de La Voz de Galicia en Santiago, me embarco en esta nueva aventura para escribir sobre nuestro bien más preciado: la salud.

De Noia, A Coruña (1997). Graduada en Periodismo por la Universidad de Santiago de Compostela, me especialicé en nuevas narrativas en el MPXA. Después de trabajar en la edición local de La Voz de Galicia en Santiago, me embarco en esta nueva aventura para escribir sobre nuestro bien más preciado: la salud.