Luis tiene un 50 % de probabilidades de padecer Huntington: «¿Qué cambiaría en mi vida hacerme la prueba?»
ENFERMEDADES
Su padre padeció la enfermedad y, pese a que cuenta con muchas posibilidades de heredar la mutación, ya hace tiempo que decidió no realizarse un test genético
04 nov 2024 . Actualizado a las 18:56 h.El plan es el siguiente. Mañana, si así lo desea, —puede ser pasado mañana o al siguiente, quizás dentro de un mes, se ofrece cierta flexibilidad— se le da la posibilidad de abrir una ventana a su futuro en primera línea de suerte. Escuche atentamente: dispone del privilegio de conocer si se va a morir precipitadamente y cómo será. Bueno, a ver, quizás se muera. No podemos asegurarlo por completo, es cierto, pero juega buenos números. En una de cada dos simulaciones, su vida se acaba; en el otro 50 %, vivirá como cualquier otro. Aclarar que, si le saliese cruz, no va a morir como todos moriremos, incluso sabiendo que cada muerte, como cada huella dactilar, es distinta. Las instrucciones de este juego macabro con tintes de ficción surcoreana no traen exactamente el cuándo. Solo el cómo.
Lamentablemente, no está disponible la opción de marcharse rápida e inesperadamente sobre una mesa de quirófano anestesiado y analgesiado a dosis terapéuticas mientras tratan de implantarle una prótesis para su cadera, que se ha roto tras ochenta y pico años de trote. Solo queda en stock la opción lenta, degenerativa, dolorosa. Desagradable. Tampoco nos queda tiempo en almacén, por lo que su muerte empezará a avisarle de que llega mientras todavía sea joven, póngale a partir de los treinta y algo. No le dará tregua e irá a peor, hasta que no sepa moverse, hasta que no recuerde nada y dependa de alguien para sus funciones básicas. Estas son las reglas y este el dilema: ¿querrían saber en lo que están metidos para planificar su tiempo o prefieren no jugar?, ¿taparse los ojos cuando el crupier levante el cubilete?
El padre de Luis Aguilar Vera falleció tras muchos años sabiendo que iba a morir. Se lo llevó la enfermedad —o corea— de Huntington. Una patología neurológica grave, progresiva, implacable, incurable. Resulta difícil establecer cuál de sus síntomas es el más cruel. Porque están los comportamientos antisociales, la irritabilidad, la paranoia o el mal humor perenne que hace difícil al resto permanecer; porque están los trastornos motores, los espasmos, las muecas, la marcha inestable que ha convertido a esta enfermedad en una de las hipótesis de la etimología de lo que el acervo llama «el baile de San Vito»; porque está la demencia progresiva, la desaparición de la consciencia y la pérdida de la identidad. Neurológica, grave, progresiva, implacable, incurable y también hereditaria. Autosómica dominante que, por si Mendel les queda lejos, hace que cada descendiente cuente con una probabilidad del 50 % de desarrollar la mutación genética en su cromosoma 4. Hombre o mujer, es indiferente.
«No me he hecho el test», adelanta Luis. Lo dice en el minuto 1:31, según indica la grabadora. Todo lo anterior es conversación intrascendente; saludos, un par de cumplidos y cordialidades protocolarias. Es el elefante en la habitación, ¿para qué esperar?
«Oí decir hace poco a las personas que inspiraron la película La sociedad de la nieve que, cada vez que les hacen una entrevista, lo primero que les preguntan es a qué sabe la carne de sus amigos. Esta también es siempre la pregunta». Lamentando la poca originalidad del planteamiento, la cuestión es pertinente. «Siempre respondo con una pregunta que me hizo mi psicóloga: ‘‘¿Por qué te la harías?''. ¿Qué cambiaría en mi vida si me la hiciese?», expone. ¿Tal vez no tener que moverse en un escenario de incertidumbre?, ¿no es un impulso humano querer saber?, de nuevo ¿qué harían ustedes?
Luis ha tenido siempre claro que prefiere no saber. Hay claro, momentos en los que es tentador. «Tengo rachas muy hipocondríacas, en las que tengo la sensación de que se me olvida todo, en las que tropiezas. Suelen épocas ligadas a cambios, a estrés, a inseguridades. Ahí, aprieta. Mi cerebro ha descubierto una vía muy efectiva para asustarme con cualquier cosa de la vida. Por ejemplo, yo he cambiado de trabajo hace poco, y de momento estoy tranquilo, pero en mi anterior curro estaba fatal y me apretaba muchísimo la hipocondría, la espada de Damocles de la enfermedad». Efectivamente, si hay algo que se le da bien a los ansiosos cerebros del siglo XXI es traducir lo cotidiano en amenaza. «Hay días en los que tengo estrés, en los que estoy un poco peor, y pienso que ojalá me haga el test, dé positivo y así mandé todo a tomar viento; me refiero a todo esto del sistema, del capitalismo, el tener que levantarme todos los días para ir a la oficina. Suele pasarme en períodos de incertidumbre. Pero lo llevo bien, soy una persona que no deja de hacer nada en la vida, el miedo no me para, la verdad». Y lo que podría sonar a tópico, a «que todo fluya y que nada influya», no lo hace en absoluto.
Ignorancia útil
«A pesar del miedo, llevo la vida que quiero. Esta sensación de tener la muerte acechándome me ha ayudado mucho a poner límites», empieza, explicando para aquellos que hayan marcado la opción del «yo siempre prefiero saber».
«Está claro que si saliese que sí, sería un putadón enorme. He visto cómo fue el proceso en mi padre. ¿Pero y si me sale que no? Tengo un miedo atroz a que la prueba pueda salir negativa y eso cambie la forma en la que soy, que está súpercondicionada por esa amenaza. Por ejemplo, yo nunca he salido a las tantas de trabajar porque siempre he tenido presente que la muerte puede estar al acecho. El 95 % de la gente no es consciente de que se va a morir. Esto es una realidad como un piano. Para mí, no tener consciencia de la muerte es, a su vez, no tener consciencia de la vida. Tengo muchísimo miedo a que el resultado me llevase a creerme eterno. El tener a la guadaña persiguiéndome constantemente me hace ser consciente de muchas cosas, tristes y alegres, y ser muy determinante», argumenta, dejando claro que ha decidido no saber si su vida será o no más breve, pero que será plena en cualquier escenario.
En Luis hay cosas que resultan obvias. En su libro de relatos Crónica de una suerte anunciada (Letrame, 2024) —los beneficios de la venta de este libro se destinarán integramente a asociaciones que apoyen a pacientes y familiares afectados por la enfermedad— deja claro que la psicoterapia ha sido fundamental en su supervivencia. Sus escritos son parte del proceso. Su libro es su vida, que es, y puede que sea, el Huntington. Es su padre y es la culpa. Avergonzarse de un padre es un pecado universal de juventud. ¿Cómo evitarlo si aún encima papá actúa de la manera en la que actúa?. « Yo me avergonzaba de mi padre. Todo adolescente lo hace y si aún encima camina raro y grita cada vez que habla, pues imagínate». Y profundiza en aquello.
«Hay algunas noches en las que me meto en la cama y me pongo a pensar en un momento muy concreto que me pesa muchísimo. Mi padre, ya en la residencia, cuando aún podía hablar, llamándome con una voz de pena que flipas y preguntándome cuándo íbamos a ir a verlo. No sé qué dije, pero estoy casi seguro de que contesté mal, que era joven y que lo que me apetecía era estar por ahí. Por mucho que yo y el resto del mundo me cuente que todo esto es lo normal a esa edad, hay un señor metido en una residencia con una enfermedad neurodegenerativa diciéndome que vaya con voz de pena. Es que es de película de terror», relata. Recuerda.
De toda esa culpa, más penalizada en primera persona que desde la tercera, hace redención escribiendo. No hay juicio, ni a su madre, que se separó de su padre por las broncas constantes antes de que hubiese diagnóstico; ni a su abuela paterna, que antes de que los médicos supiesen qué pasaba, ya parecía disponer de más certezas que el resto de la casa. «Mis padres se divorciaron porque no paraban de discutir. Pasado un año, mi padre empezó a moverse de forma extraña y fue al médico. Mi madre siempre cuenta que, en una de estas discusiones, estaba presente mi abuela y que dijo: «Jo, hijo, dime que esto es por tu enfermedad». Mi abuela lo sabía de toda la vida, que la carga genética estaba ahí. Lo sabía y en ningún momento dijo nada». Le dio la espalda a la espada al Huntington, como él también reconoce haber hecho. Todo esto duelo, es lógico, pero el dolor no impide que Luis tenga altura de miras. «Mi madre la pobre lo sufrió un montón, llegándome a decir que si llega a haber sabido que estaba enfermo no se hubiese divorciado. Y no es así, mi madre tiene que poder hacer lo que le dé la gana. Si se tiene que divorciar porque tiene un marido que le grita o por lo que sea, pues te divorcias. Siempre está la culpa, pero no tiene porque cargar mentalmente con una cosa que ni sabía y que no podría haber sabido».
El futuro, el presente
Luis quiere ser padre. Esto implica, evidentemente, decisiones que tomar. Siempre, pero en su caso más, porque quiere ser padre, pero no legaría una condena a su hijo. Asegura que el Huntington es un tabú, fuera, pero también dentro de las familias. ¿Pero por qué si otras enfermedades neurodegenerativas como la ELA han logrado abrirse un espacio en la agenda pública?, se le pregunta. «Creo que hay una parte que va ligada a esa cómo es la enfermedad a ojos de los demás. Por suerte o desgracia, a una persona diagnosticada de ELA pronto va a estar en una silla de ruedas. En el Huntington hay una degradación muy extrema y lenta dentro de un ambiente aparentemente normal. Mi padre, seguía bajando a jugar al mus al bar de abajo. A la persona que tiene ELA se la reconoce como enferma, pero una persona con Huntington puede pasar por un loco o por un borracho», cree.
Hace algún tiempo que participa activamente con la Asociación de Corea de Huntington Española (ACHE), ha viajado conociendo la realidad de otros. Y ha visto que el silencio, el mirar hacia otro lado dentro de cada casa, sigue siendo habitual. Mayoritariamente habitual, de hecho. «Bueno, mañana te puede caer una maceta en la cabeza y matarte», es parte del argumentario. Algo que debe cambiar. Luis escribe, nos gira la cabeza y nos hace mirar.