Carola Vinuesa, la inmunóloga española que logró la libertad de una madre acusada de matar a sus hijos: «En los juicios me han tratado mal»
ENFERMEDADES
En un largo proceso judicial en Australia, la inmunóloga española logró sacar a Kathleen Folbigg de la cárcel tras veinte años encerrada al demostrar que sus cuatro hijos fallecidos no fueron asesinados, sino que padecían una mutación genética
15 ene 2024 . Actualizado a las 22:32 h.Carola García de Vinuesa (Cádiz, 1969), la mujer que de la mano de la ciencia dio un revolcón histórico a la justicia australiana finiquita el año en Galicia, en algún lugar cerca de Celanova, donde recibió al 2024. «Tengo buenos amigos por aquí», comenta en el inicio de una conversación que ha tenido que posponerse hasta que su periplo judicial concluyese para no perjudicar la defensa de Kathleen Folbigg, acusada y condenada por matar a sus cuatro hijos en Sídney en el año 2003. Desde el 2018 ha trabajado duro para demostrar que «la peor madre de Australia» —así la apodaron tabloides y tertulias— no era más que una víctima y que esos crímenes nunca llegaron a cometerse; años en los que ella y su equipo han tratado de ser desacreditados, porque la corona de Nueva Gales del Sur no estaba dispuesta a asumir que se había equivocado. Pero si se le pregunta si todo ha merecido la pena, responde: «Claro que me ha gustado. Es una manera muy bonita de ver que la ciencia puede resolver problemas serios».
Cuando estudiaba Medicina, García de Vinuesa quería irse a África a ejercer su profesión. Fue mucho antes de que su nombre apareciese en todas las listas de mejores científicos españoles de la actualidad. Y muchísimo antes de copar titulares de todo el mundo por logra sacar de la cárcel a Folbigg, que llevaba veinte años encerrada. Cuesta entender cómo llegó hasta aquí, ahora que Google ha enterrado su trayectoria profesional entre miles y miles de resultados sobre su papel clave en un caso tan mediático. Es difícil entender por qué ni siquiera llegó a hacer el MIR, que llegó a irse de voluntaria a Ghana para ver los efectos de la meningitis o la malaria en niños, que se enroló con una oenegé para echar una mano en una leprosería en Calcuta antes de tener el título o saber que, después de licenciarse, se marchó al Reino Unido como tantos otros sanitarios de su generación, aparcando esa aspiración de curar a quien nadie curaba.
«Me fui a hacer la residencia en Inglaterra porque me lo recomendaron, porque te formabas muy bien globalmente. Me dijeron que iba a hacer desde cesáreas hasta a apendicectomías», recuerda sobre aquel primer salto que, ya fuese por virtudes o carencias del sistema británico, le ayudó a tener una visión global de la práctica clínica. Aprendió, pero no le gustó. O, al menos, no la enamoró: «Es verdad que la formación que tuve fue buena, pero trabajando tres años en hospitales de todo el Reino Unido me di cuenta de que no estaba segura de que mi vocación fuera esa». Define aquella etapa como «estresante». «Yo echaba de menos entender mejor las enfermedades que intentábamos tratar. Creo que soy más intelectual que otra cosa», dice tímidamente.
Decidió probar la investigación y eligió la inmunología —primero un máster y después un doctorado—, un campo no apto para vulnerables a la frustración. Una especialidad con un catálogo de más de cien patologías y para ninguna existe una cura. «Me encantó», resume.
Vinuesa antes de Folbigg
Carola García de Vinuesa pasó a ser Carola G. Vinuesa en su firma investigadora. Y son muchos los estudios que ha firmado a lo largo de su trayectoria, que comenzó con una beca de la Wellcome Trust nada más terminar el doctorado que la hizo cruzar el mundo entero para acabar en Canberra (Australia). Era buena ya entonces, aunque regatea cualquier cumplido con cierto rubor, pese a parecer acostumbrada a recibirlos. Iban a ser dos años; luego, cuatro; «y luego la vida se complica», resume: «Me ofrecieron ser jefa de grupo; las cosas se dieron bien y me quedé».
Desde su laboratorio comenzó a buscar y a descubrir. Muy pronto halló al que sería uno de sus primeros 'hijos', un gen al que llamó ROQUIN, importante para la función de las células T de ayuda, sospechosas de tener un papel fundamental en las enfermedades autoinmunes —aquellas en las que el cuerpo, sin entender muy bien por qué, se ataca a sí mismo—.
Pero si Vinuesa acabó sacando a una mujer que llevaba veinte años en una cárcel por un crimen que no cometió, fue por una idea que tuvo hace ya dos décadas. «Se nos ocurrió observar a pacientes con enfermedades autoinmunes para comprobar si veíamos mutaciones en estos genes. Lo que empezó mirando un gen aislado en el 2005, evolucionó hacia un proyecto grande, con unas bases de datos de pacientes importantes». El progreso propulsó de manera exponencial su investigación. «De repente, en el 2009 se pudo secuenciar masivamente el genoma humano con la llegada de las llamadas tecnologías de nueva secuenciación. Así que decidimos mirar si encontrábamos las causas genéticas de enfermedades autoinmunes que eran muy difíciles de hallar. Intentamos algo pionero, empezamos a secuenciar niños con patologías autoinmunes muy severas y empezamos a encontrar causas nuevas». Se asoció con otros inmunólogos en un proyecto que codirigió junto a su colega Matt Cook. «Fue un período bonito, porque estos descubrimientos te ayudan a entender las enfermedades», comenta antes de repetir: «Hay más de cien enfermedades autoinmunes y todavía ninguna tiene tratamiento». Pero otro escenario parece dibujarse de cara a los próximos años.
Los descubrimientos en niños
Antes de Kathleen Folbigg hubo otros nombres propios. Uno de ellos fue el de Gabriela Piqueras, una niña española diagnosticada de lupus grave cuando tenía siete años. Gracias a su pediatra, el caso llegó a Vinuesa y su equipo, que detectaron una mutación en el gen TLR7. Lograron saber por qué se había desarrollado su lupus y su investigación, que abre camino a futuros tratamientos, fue publicada en Nature.
Y justo antes de Australia hubo otros lugares. «Cuando nos contactaron los abogados de Kathleen Folbigg, acabábamos de solucionar un caso en Macedonia de unos niños que habían fallecido por infecciones sin que se supiese muy bien por qué. Inicialmente fallecieron tres y había bastante urgencia para saber si al cuarto se le podría hacer un trasplante de médula que lo salvase. Era un caso difícil de diagnosticar; en Estados Unidos no habían dado con el gen causante del problema. Encontré las mutaciones culpables y, efectivamente, estaba indicado un trasplante porque se trataba de una mutación de las células del sistema hematopoyético, pero en Macedonia no se hacía. Sus médicos le recomendaron que se fuera a Estambul, pero un día antes del trasplante, se murió. Fue una pena, pero con el diagnóstico genético esta familia pudo acceder a nuevas vías reproductivas. El matrimonio se sometió a un diagnóstico genético preimplantacional y pudieron elegir un embrión que no tuviera la mutación. Han tenido un quinto niño. Sano. Creo que eso es muy bonito», reconoce.
Sin estos hallazgos hubiese sido imposible que, en julio del 2018, un antiguo estudiante de su departamento pensara en su equipo ante las sospechas de que algo anómalo se le había pasado a la justicia. Kathleen Folbigg era una madre cuyos cuatro hijos (Patrick, Sarah, Laura Elizabeth y Caleb) fallecieron de forma prematura sin que ninguno lograse alcanzar los dos años. En un juicio en el año 2003 fue condenada por haber asesinado a tres de ellos y cometer homicidio imprudente con el cuarto. La principal prueba en la que se basó la sentencia fueron unos diarios escritos por la propia Kathleen en los que se culpabilizaba por sus muertes. «Este chico me llamó y me dijo si creía que merecía la pena hacer una secuenciación genética. Había estudiado este caso en la carrera como el de un caso atípico. Ya se enseñaba en las facultades cómo unas pruebas circunstanciales pueden acabar con una condena de veinte años. Casualmente estaba viendo un documental sobre el proceso en la televisión y escuchó que estos niños tenían patologías, me llamó a mí y a los abogados», relata.
Cuando la defensa se puso en contacto con ella, les dijo que si no encontraban a otra institución que se hiciese cargo de la investigación —«algo más gubernamental o de diagnóstico puramente clínico», les sugirió—, se haría cargo. A esto se sumaba que, en un caso extremadamente mediático, Carola llegaba con la mente limpia. «Aunque llevaba varios años en Australia, no me había enterado. Yo estaba en Canberra y era un caso de Sídney. Consumía más las noticias internacionales que las nacionales». Pero el caso se lo quedó ella.
Lo duro que es tratar de demostrar a la justicia que se ha equivocado
En 1942 un equipo de abogados trató de demostrar a un jurado popular de California, que Charles Chaplin no era el padre de una niña por la que Joan Barry había denunciado al actor, exigiendo que se reconociese su paternidad y una pensión. La explicación se basó en los grupos sanguíneos de los tres implicados (Chaplin, 0; Barry, A; y la niña, B). Las leyes de la herencia genética hacían imposible que fuese su hija, pero el jurado obvió la ciencia y condenó a Chaplin. El caso Folbigg no era solo una cuestión de ciencia; era una cuestión de lograr convencer con la ciencia en la mano.
Nada más recibir la documentación del caso, Vinuesa confiesa que ya tenía claro que algo había pasado. «Cuando te dicen que ha habido una epilepsia, que es una causa muy frecuente de muerte; o que ha habido una miocarditis, otra causa frecuente de muerte pediátrica; que una niña le habían dado antibióticos y no había respondido en cuatro días, ya ves que todo es muy raro. Es verdad que no era mi especialidad, pero estábamos seguros de que iba a ser algo cardiológico. Yo sabía más o menos lo que íbamos buscando», recopila la científica española. El reto era encontrar una mutación, pero sobre todo hacer entender al sistema judicial que esa era la causa de las muertes.
Una mutación en una proteína llamada calmodulina resolvió el crimen, pero no el problema. Las muertes eran consecuencia de un defecto genético y eso suponía que la justicia debía rectificar. «Ese ha sido el reto de los últimos años. La corona de Nueva Gales del Sur aportó en el juicio a un equipo de genetistas que utilizaron una serie de criterios ultraconservadores, de esos que usas cuando tienes que decidir un tratamiento. Por ejemplo, si una mujer tiene una mutación en un gen que puede causar cáncer de mama, tienes que estar muy seguro de que la mutación va a acabar desarrollando cáncer, porque no quieres quitarle la mama a una mujer por una mutación irrelevante o de significado incierto. Pero tener a una mujer en la cárcel es un caso distinto. No vas a extirpar nada a nadie, sino que se trata de conocer si hay una probabilidad razonable», razona la científica española.
Pero la realidad es que lo que se encontraron fueron trabas: «Cuando hay una mutación nueva que no se ha visto nunca en el mundo, necesitas datos y pruebas para demostrar que es patogénica. Cuando empezamos, había muy poca información y no nos querían dar más. Ni el ADN del padre ni conseguimos el de los padres de Kathleen. No teníamos pruebas en los niños, a ninguno se le había hecho un electrograma válido. Entendimos que había que bajar el listón, que si esta mutación tenía unas características aparentemente muy patogénicas no se podía esperar a tener una información de la que no íbamos a disponer. Si ya era muy difícil hacer entender todo esto a los médicos, ¿cómo se lo explicas a un juez?», expone.
Y luego estaban los dichosos diarios. «Hubo un problema muy gordo, porque hasta la segunda revisión del caso no se llamó a expertos psicólogos, psiquiatras y lingüistas para interpretarlos. Durante todo el caso, el juez sintió que él podía interpretar los diarios de una mujer. En esta última revisión hubo diez expertos independientes, unos elegidos por la Corona y otros por los abogados defensores que, de forma unánime, dijeron que no había nada incriminatorio, que era una madre buena y que los diarios reflejaban un momento de depresión, de angustia y de algo muy común cuando fallece un niño: que la madre se sienta responsable». Todos los jueces que se encargaron del caso, en sus distintas fases, fueron hombres.
Después de la tormenta, la victoria
«A mí, personalmente, en los juicios me han tratado mal. En el primero, porque directamente no nos creían y había que desacreditar a un equipo. Lo intentaron de todas la maneras. Y en el segundo, porque había que ir en contra de los jueces anteriores. Fue duro. Pero no pasa nada», valora Carola Vinuesa, que era una de las caras visibles de la defensa de una acusada que no gozaba de demasiada popularidad. «A nadie le gusta admitir que se ha equivocado», apunta.
Sin embargo, el segundo juicio, que acabaría por dictaminar la libertad de Folbigg, fue muy distinto. Carola asume que se pusieron las pilas. «Durante la primera revisión judicial no había ningún experto en la corte sobre calmodulina. Ni siquiera sobre cardiología genética. Había genetistas, había cardiólogos, pero no un experto en la combinación de los dos campos, y eso se notó. En la segunda revisión había mucho más nivel», reconoce. Hasta tal punto que llegó hasta sus oídos que el último juez del caso —el proceso contó con hasta diez magistrados distintos— llegó a tomarse un curso de seis semanas en genética. «Y eso me parece muy bonito», opina.
Kathleen Folbigg no podrá recuperar los veinte años pasados en una cárcel, pero sí su reputación. Además, el caso ha generado debates profundos en la justicia de Australia que derivarán en cambios. Se ha creado conciencia. Cada vez son más los casos que llegan a la mesa de Vinuesa; historias de mujeres condenadas sin pruebas de laboratorio o por diagnósticos conservadores. «No es curar en África, pero no está mal», se le dice. Carola se ríe y cambia de tema.