Raül Balam Ruscalleda, chef con dos estrellas Michelin: «Ser adicto forma parte de mí, tanto como ser moreno»

Lucía Cancela
LUCIA CANCELA LA VOZ DE LA SALUD

ENFERMEDADES

Raül Balam Ruscalleda dirige el restaurante Moments del Hotel Mandarin Oriental de Barcelona, con dos estrellas Michelin. También se encarga de la cocina del restaurante El Drac de Calella y del Sant Pau, en Tokio.
Raül Balam Ruscalleda dirige el restaurante Moments del Hotel Mandarin Oriental de Barcelona, con dos estrellas Michelin. También se encarga de la cocina del restaurante El Drac de Calella y del Sant Pau, en Tokio.

El cocinero, que dirige el restaurante Moments del Hotel Mandarin Oriental de Barcelona con dos Estrellas Michelín, e hijo de la multiestrellada Carme Ruscalleda, relata la etapa de su vida en la que las drogas llenaban sus noches

13 nov 2023 . Actualizado a las 19:04 h.

«Cuando voy a comer a un restaurante con mi familia, sé cuál es mi sitio porque en lugar de una copa, hay un vaso». El que habla es Raül Balam Ruscalleda, el chef detrás del restaurante Moments del Hotel Mandarin Oriental de Barcelona, con dos Estrellas Michelín, hijo de la también reconocida, Carme Ruscalleda, y del hostelero Toni Balam. Durante trece años, vivió una doble vida: un éxito en lo profesional y un infierno en lo personal. Día y noche. Luz y ocaso. «Tengo una enfermedad: soy un adicto y lo seré toda la vida». Lo suelta de primeras, sin preámbulos o artificios. Explica que la adicción no tiene cura, pero si se trata, se puede vivir plenamente. Él es un claro ejemplo. Cada 5 de marzo celebra el aniversario de su sobriedad. Este 2023, sumó diez velas. Una década sin una gota de alcohol o cocaína. Diez años sin consumir las sustancias que lo consumieron. 

Ni siquiera brinda con su familia. Visita los mejores restaurantes del mundo y en cada reserva deja una clara petición: «Una persona no toma alcohol, ni crudo ni cocinado». Describe su enfermedad como lo que es: una patología mental. Dura, dolorosa y que si se lo permiten, barre con todo. También es crónica, «y no un vicio como mucha gente cree». Desde entonces, detesta la palabra voluntad porque piensa, «que un adicto nunca tira de voluntad para dejar las drogas». 

La receta se compone de aceptación, tratamiento y buenos profesionales. «Una vez que lo supe, que me di cuenta a dónde me podía llevar volver a beber o a tomar, lo vi distinto». Sabe que fallar podría quitarle todo lo conseguido en los últimos diez años, «que es muchísimo». Así que lo asume y vive con ello. «Forma parte de lo que soy, tanto como que soy moreno, y por mucho que me tiña de rubio, la raíz de mi pelo siempre saldrá negra», cuenta. 

No aboga por una ley seca, ni huye de amigos que beban alcohol. Simplemente, vive con ello: «Yo puedo salir a cenar, pero cuando veo que la cosa se va de madre. Raül se levanta, y con toda la tranquilidad del mundo dice: "Adeu. Bona nit"», narra en tercera persona porque se sabe de memoria todo el relato. Muchas veces le preguntan si se lo pasa bien sin tomar, si le vale la pena, y claro que lo hace. «La vida que hay sabiendo todo esto es brutal». 

El alcohol, su primer contacto

Como suele suceder, la puerta de entrada al consumo de drogas duras fue otra droga más blanda (si se permite la comparación), mejor aceptada y vista: el alcohol. «Por desgracia, en nuestra sociedad está muy normalizado que un joven de 16 o 17 años salga un sábado y se coja la gran borrachera. Eso es lo más normal», lamenta. Este fue su caso. Sin saberlo y sin quererlo, el primer “camello” fue su entorno. Allí tomó su primera copa. «Mis padres son hosteleros, siempre hemos ido a restaurantes y a mí siempre se me ha enseñado el arte de la mesa, del vino y del cava», recuerda. También tiene presente que se le solía decir que no sabía beber. Que los sorbos debían ser más pequeños, «que el vino se bebía más lento», que tragaba mucho y muy rápido. Pero se normalizaba y el problema echaba raíces. Salía fin de semana sí y fin de semana también, y si en el presente, pone la vista en el pasado, reconoce comportamientos propios de una adicción. «Con 18 o 20 años, yo solía tener muchas anginas, y para tratarlas me daban antibióticos. Como está claro, no podía beber alcohol. Pues yo iba a la farmacia y pedía algo similar con lo que sí pudiese mezclarlo». No había diversión sin copa. 

El paso «a las drogas duras» lo dio con el cambio de milenio. En la celebración del Fin de Año del 2000. Por aquel entonces, Nuria Roca y Ramón García despedían la Nochevieja en la televisión pública, ante una Puerta del Sol abarrotada. Explicaban la bajada de la bola del reloj, los cuartos y las campanadas. Daban las 00:00 y celebración. Despliegue de medios, de luces, de fuegos artificiales. Sonaba el Himno de la Alegría. 

Raül estaba con su pareja del momento. «Él tomaba, pero supongo que por cómo veía que me ponía cuando tomaba el alcohol, siempre frenaba. Sin embargo, esa noche pues tocó. Fue algo normal, como cualquier hijo de vecino hace por experimentar», recuerda. A partir de esa primera vez, todo se aceleró. «Ingresé trece años después, pero doy gracias por aquella noche porque fue el detonante para que este problema solo se alargase trece años más. Si no hubiese sido por las drogas duras, te puedo asegurar que hoy seguiría bebiendo como algo totalmente normalizado y, lo más seguro es que tuviese una cirrosis horrorosa». Se sincera sin tapujos: «Tengo que darle las gracias a las drogas duras por haber acelerado mi declive al infierno». 

Su realidad cambió. Su forma de ser, también. «Cuando descubrí lo que me hacían sentir, pensé: “Esto es lo mío”». Se describe como una persona tímida, cerrada para adentro, que tras consumir se convertía en todo lo contrario: «Me empoderaba y me hacía sentir que era Dios». Lo malo venía después. Una subida y bajada continua. Un acelerón que precedía a un frenazo. «Recuerdo que había un anuncio en el que primero se veía a unos jóvenes de fiesta, dándolo todo. Y después, salían en pañales, dando tumbos. Pensaba: “¿Seré así?”. Con el tiempo vi que sí». 

Durante los siguientes trece años, Raül vivió varios episodios de descontrol. «Todos los días eran iguales, y todas las noches también. Porque en la adición manda tu subconsciente y haces lo que haces porque tu cuerpo y tu mente lo necesitan», recuerda. Conocía sus obligaciones, consiguió la segunda Estrella Michelín para su restaurante, también lo que le hacía daño. «Todos los días me decía: “Hoy no, Raül”. Y, al final, terminaba en casa del camello», recuerda. Le preguntamos cómo fue posible conseguir tantos éxitos. «Gracias a mi equipo, que no sé por qué, me apoyó y me siguió. Los restaurantes de casa siempre han sido de tener la filosofía de Fuenteovejuna, de todos a una. Si fuese por mí, eso hubiese sido un auténtico desastre». 

«Ya estaba todo hecho, ya lo sabían. ¿Qué peor podía pasar?»

Raül Balam Ruscalleda dirige el restaurante Moments del Hotel Mandarin Oriental de Barcelona, con dos estrellas Michelin. También se encarga de la cocina del restaurante El Drac de Calella y del Sant Pau, en Tokio.
Raül Balam Ruscalleda dirige el restaurante Moments del Hotel Mandarin Oriental de Barcelona, con dos estrellas Michelin. También se encarga de la cocina del restaurante El Drac de Calella y del Sant Pau, en Tokio.

Llegó 2013 y en ese momento, la situación era insostenible. El 5 de marzo, su hermana Mercè habló con sus padres y le dijo que su hijo tenía un problema. Escuchar a su madre, Carme Ruscalleda, decirle al médico que su hijo se drogaba fue como recibir un puñetazo en el estómago. «Ahí me di cuenta del problema. Es muy duro escucharlo cuando lo has intentado esconder durante muchos años». Pero a la vez, se sintió liberado: «Ya estaba todo hecho, ya lo sabían. ¿Qué peor podía pasar?». 

Y así llegó, ese mismo día, al Instituto Hipócrates, para afrontar el tratamiento de sus adicciones. «Mi obsesión era saber dónde estaba el mar, aunque no me lo decían por si me escapaba. Yo no me quería ir, tenía muy claro mi problema con las drogas». Empezó a vivir en paz, tuvo momentos mejores y peores, pero allí se sentía protegido. «Hay gente que quiere irse enseguida y a otros que tienen que echar. Yo fui del segundo tipo. Se me tuvo que empujar a hacer cosas porque ahí no tenía problemas de ningún tipo».

Primero vivió en el centro, y a medida que el tratamiento avanzó, pudo dar el salto a un piso tutelado. La terapia tiene una enorme valía en el proceso de desintoxicación. Es individual, grupal, de pareja y familiar. «El año que viví en ese piso forma parte de las épocas más importantes de mi vida, porque me formé como persona, cosa que no había sido en el tiempo anterior porque la droga me había convertido en un animal». 

Después, tocó reaprender «todo». Entona cada letra con fuerza al pronunciar la palabra. «Tienes que reaprender porque yo lo hacía todo, o bien colocado, o bien en ausencia de drogas». No había otro camino. «Aprendí a trabajar», —Dolors, su terapeuta, solo le permitía hacerlo cuatro horas al día, de diez a dos de la tarde—, «a moverme por casa, a ordenar mi vida, a hacer al amor y hasta relacionarme con la gente». Al salir, se sentía pequeño, minúsculo. «Ir al cine era un mundo», porque todo lo que hacía antes giraba alrededor de las sustancias. Eso sí, lo consiguió. 

Le preguntamos si se perdió algo. Si mirando al pasado, se arrepiente. «Lo pienso mucho. Ahora tengo 47 años, y yo ingresé con 36. Cuando un adicto ingresa, llega con la mentalidad de un niño de 16 años. El cerebro se para con la primera ingesta aunque vayas creciendo», detalla. Su vida evolucionó, al igual que su carrera, a trompicones, pero se notaba simple, vacío. Vivencias «desastrosas» por medio, no piensa en lo que podría haber sido.

«Gracias a todo eso, soy quién soy. El tiempo está perdido. No puedes recuperarlo. A los adictos se les dice mucho en terapia: “Si vives con un pie en el pasado y un pie en el futuro, estás haciendo una cagada en el presente”. Y es así», resume. No quiere pensar en cosas que tuvo que dejar de hacer, «que seguro que hay», porque ahora siente que lo está consiguiendo todo. «Me hago la vida más fácil, huyo de los problemas, disfruto de mi día a día, y de mi mismo». Tiene otra perspectiva. 

«No hay culpables, nadie tiene la culpa de su enfermedad»

El empujón de su familia no tuvo precio, y aunque tuvo el apoyo de sus padres, no reaccionaron igual. Su madre acudió en dos ocasiones a la terapia familiar y su padre estaba allí cada viernes. «Ni una forma ni otra es mejor. Mi madre lo intentó y dijo que eso no sería bueno para ella, así que venía a las visitas de los domingos». Su padre, en cambio, le daba un acompañamiento continuo. «Estoy seguro de que mi madre pensó: ¿Qué hemos hecho mal?”. Pero es que no hay culpables, nadie tiene la culpa de su enfermedad. Solo que la adicción, aunque es mental, está muy estigmatizada». 

El tiempo también les curó a ellos. Raül tiene la tradición de celebrar cada 5 de marzo acudiendo a terapia en el Instituto Hipócrates. En el quinto, para su sorpresa, su madre decidió acompañarle. «Cuando llegamos, Dolors le invitó a hablar. Mi madre le dijo: “Primero te voy a pedir perdón, porque venimos muy destrozados con Raül. Yo llegué con los ojos cerrados pensando que sería cuestión de semanas, y me asusté tanto el primer día, que tuve que apartarme para seguir con mi camino laboral”», recuerda Raül. Después, le dio las gracias: «”Ha vuelto un hijo que yo perdí cuando tenía 16 años, que sin darme cuenta, se fue alejando. Ahora, veo una persona responsable que hace su vida”». Y, por último, se dirigió al resto de familias que estaban allí: «”Tened paciencia y confiad en que vuestro hijos hagan su trabajo, porque es suyo y no de su familia”». Raül se lo sabe de pe a pa

En este 2023, publicó sus memorias en Enganchado, editado por Libros Cúpula. «Lo hice por mí, de manera totalmente egoísta», explica. Cuenta su experiencia para protegerse, «para poner trampas a la enfermedad», y para evitar la “vergüenza” que muchas veces lleva parejo una adicción.

Lucía Cancela
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Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.

Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.