Samuel Beckett, la necesidad de estar solo

> José A. Ponte Far

LA VOZ DE LA ESCUELA

Samuel Beckett
Samuel Beckett Bibliotèque Nationale de France

En este 2018-19, desde La Voz de la Escuela seguimos atendiendo, con una periodicidad mensual, a los grandes escritores de la literatura universal, para dar continuidad a lo iniciado en cursos anteriores. Con la salvedad de que este año no nos limitaremos a la divulgación solo de grandes novelistas, sino que atenderemos también a grandes figuras de otros géneros literarios, como la poesía y el teatro, que han alcanzado importancia y trascendencia en las letras de todo el mundo.

12 dic 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La crisis que afectó a Europa en el período de entreguerras (1919-1939), y también tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo una honda repercusión en todas las manifestaciones artísticas de esa época, y muy especialmente en la literatura, en general, y en el teatro, en particular. En este género aparecen un tipo de obras que se encuadran bajo el epígrafe de teatro del absurdo, porque, a través de la incoherencia y el disparate, ofrecen una desconsoladora visión del mundo y del hombre del siglo XX. Aparece en los años cincuenta y lo que viene a proponer, en palabras de unos de sus principales representantes, Ionesco, es que «el hombre, separado de sus raíces religiosas, metafísicas y trascendentes, está perdido; sus acciones se convierten en absurdas, sin sentido e inútiles». El teatro del absurdo nace en Francia con el rumano Eugène Ionesco) y el irlandés Samuel Beckett.

Beckett (1906-1989) nació en Foxrock, un barrio residencial del sur de Dublín, en 1906, y fue el segundo hijo de una familia acomodada de clase media. «Tuvo dificultades para entenderse con su madre, pero sintió un considerable afecto por su padre», escribe Anthony Cronin, uno de sus mejores biógrafos. Tímido, reservado, enfermizo, solitario, no supo llevar bien la rigurosa educación y la extrema frialdad que su madre imponía en casa, de ahí que recordara su estancia en el Portora Royal School, el internado al que fue enviado en 1920, como «los últimos años realmente felices en mucho tiempo». En aquella institución fue realmente popular. Le costaba relacionarse con sus compañeros, pero triunfó como deportista. Destacó sobre todo en el críquet, pero practicó también el rugbi e incluso el boxeo. Nadaba estupendamente, jugaba al tenis y al golf, más adelante tuvo una moto. Sorprende que alguien tan volcado en los deportes escribiera posteriormente tan lúgubres impresiones sobre la condición humana, con un cansancio vital que marcará a todos sus personajes. Porque ese fue el tono de su obra: un radical pesimismo, desolación, la brutal certeza de la ausencia total de cualquier sentido. Todo eso servido, ciertamente, con un peculiar sentido del humor.

SU RELACIÓN CON JOYCE

Estudió en el Trinity College de Dublín entre 1923 y 1927 y se licenció en Filología Moderna, y fue allí en donde empezó a interesarse por la literatura, a escribir poemas y relatos. También fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía que irse de Dublín, pues en esta pequeña ciudad no iba a encontrar el futuro que ambicionaba. Consiguió plaza como lector de inglés en la École Normale Supérieure de París, entonces centro de las vanguardias, en 1928. Si bien su llegada a la capital de Francia fue por razones profesionales, su verdadera motivación estaba en conocer a James Joyce.

Estaba fascinado por el escritor irlandés que había dado un paso adelante, moderno y rupturista, en la novela con la publicación de su Ulysses (1925). Se sentía fascinado por su originalidad y valentía para afrontar nuevos retos narrativos. Sabía que Joyce solía frecuentar la librería Shakespeare & Company, y allí lo encontró, lo que resultó decisivo para su futura dedicación a la literatura. Un amigo poeta, también irlandés, se lo presentó y fue entrando en contacto también con otros escritores todavía poco conocidos, perdidos en la bohemia parisina, como Hemingway, Scott Fitzgerald y Ezra Pound, entre otros. Desde ese momento, empezó a formar parte de ese círculo privilegiado.

RECONOCIMIENTO DEL MAESTRO

La relación con Joyce no siempre fue fácil. El maestro, como todos los genios, tenía sus rarezas y presentaba un problema añadido: tenía una hija, Lucía, muy inestable y caótica, que se había enamorado del joven Beckett. «Vengo a ver a tu padre, no a ti», se defendía el aspirante a escritor, pero la hija no quería entenderlo y el padre parece que tampoco. La chica entró en un estado de desesperación y acusó a la madre de la ruptura. Tras este desenlace, las relaciones de Beckett con Joyce y su familia se fueron extinguiendo, lo cual afectó profundamente al primero, que se lamentaba y culpaba de no haber sido capaz de enamorarse de Lucía. Sin embargo, al cabo de un año maestro y discípulo se reconciliaron.

Joyce valoraba el talento y la originalidad de Beckett, y hasta llegó a reconocerlo en alguna carta a sus amigos. Cuando la vista de Joyce empezó a debilitarse, Beckett le buscaba libros que aquel le solicitaba y le leía algunos pasajes. Cuando Beckett tuvo un grave incidente en París -fue apuñalado en la calle por un delincuente, que luego confesaría que no supo por qué lo hizo-, que lo llevó muy grave a un hospital, quien se ocupó de que estuviese bien atendido y en una habitación individual fue Joyce, por lo que se puede decir que estos dos irlandeses, a pesar de sus dificultades, tuvieron una larga relación humana y literaria. Era tal la proximidad entre ambos (los dos, irlandeses y miopes) que cuando estaban a solas, cuenta Cronin, «uno de sus principales métodos de comunicación eran los silencios mutuos, como dijo Beckett, que se dirigían el uno al otro».

 Dedicación a la literatura

Tras su apuñalamiento, Beckett se dedicó por completo a escribir. Entonces el género literario que más le interesaba era la novela: durante el período 1951-1953, terminó su trilogía novelística Molloy, Malone muere y El innombrable. También escribió dos piezas de teatro, pero la fama le llegó el 5 de enero de 1953, cuando estrenó en el pequeño teatro Babylone, en el Boulevard Raspail, la obra Esperando a Godot.

El éxito que obtuvo alcanzó una enorme repercusión en Francia y en los países anglosajones, lo que es lo mismo que decir en la literatura de todo el mundo. Aunque utilizaba indistintamente el francés o el inglés como lenguas literarias, a partir de 1945 la mayoría de su producción la escribió en francés, y él mismo la tradujo al inglés. Con esta obra, En attendant Godot, en la que trabajó apenas cuatro meses, tuvo muchos problemas para encontrar un editor que se atreviese a publicarla. Fue un período en que Beckett sufrió graves dificultades económicas, por lo que se dedicó a la traducción para subsistir, aunque contó siempre con el apoyo y trabajo complementario de su mujer, Suzanne.

El importante papel que esta desempeñó en su vida lo reconoció el propio Beckett cuando, poco antes de morir, confesó a su biógrafo: «Todo se lo debo a Suzanne». A pesar de su carácter complicado, de sus problemas con el alcohol, al que siempre fue muy aficionado, de sus flirteos con otras mujeres y de su necesidad casi compulsiva de estar solo, la pareja sobrevivió, aunque con desencuentros, hasta la muerte de Suzanne.

Viajes, la guerra y regreso a Dublín

La vida de Beckett estuvo llena de desplazamientos antes de instalarse en Francia de manera definitiva en noviembre de 1937 y decidir unos años después que escribiría en francés.

Fue conociendo nuevos ambientes y círculos intelectuales, aunque nunca se implicó enteramente en ninguno. Al fondo siempre estaba Irlanda, con su familia, sus paisajes y sus peculiaridades. Tuvo muchas amantes. A pesar de esos amoríos, mantuvo una relación permanente con Suzanne Dechevaux, siete años mayor que él, con la que acabó casándose, después de muchos años de convivencia, en 1961. La más conocida de sus amantes fue Peggy Guggenheim, judía millonaria, quien lo creía un escritor frustrado, pero muy atractivo a causa de su rareza, un tipo siempre imprevisible que se pasaba toda la mañana en cama sin hacer nada.

HUIDA DE LOS NAZIS

Cuando en 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, después de leer Mein Kampf, el libro de Hitler, y una vez ocupado París por los nazis, decidió colaborar con la Resistencia. Se dedicó a tareas de información dentro de una célula que se llamó Gloria. Cuando fue desmantelada porque cayeron muchos de sus integrantes, tuvo que huir de la Gestapo y se fue a Roussillon, en el sur de Francia, que estaba libre de la ocupación alemana, adonde llegó con su compañera Suzanne tras una agotadora caminata. Aquí fue donde escribió su novela Watt. Cuando terminó el horror del conflicto bélico, fue condecorado con la Croix de Guerre.

En 1945, Beckett regresó a Dublín durante un breve tiempo. Allí volvió a desempeñar labores humanitarias trabajando como intérprete para la Cruz Roja irlandesa. Durante su estancia, le sobrevino al parecer una revelación en la habitación de su madre, a través de la cual comprendió cuál debía ser su dirección literaria. Esta experiencia fue más tarde literaturizada en la obra de teatro La última cinta.

La consagración del dramaturgo

?Esperando a Godot fue estrenada en 1953, y la traducción al inglés apareció dos años más tarde. Aunque controvertida, resultó un éxito de crítica y de público en París. En 1955 se estrenó en Londres, con una acogida primero tibia, pero al poco tiempo, entusiasta. Lo mismo ocurrió en Estados Unidos y en Alemania. Todavía hoy se representa con frecuencia en muchos lugares del mundo.

Se considera en general que es su obra maestra. Se desarrolla en una carretera rural, sin más presencia que la de un árbol y dos vagabundos, Vladimir y Estragón, que esperan, un día tras otro, a un tal Godot, con quien al parecer han concertado una cita, sin que se sepa el motivo. Durante la espera dialogan interminablemente acerca de múltiples cuestiones, y divagan de una a otra, con deficientes niveles de comunicación. En un artículo citado a menudo, el crítico Vivian Mercier apuntó que Beckett «había llevado a cabo una imposibilidad teórica: un drama en el que nada ocurre que, sin embargo, mantiene al espectador pegado a la silla. Y aún más: dado que el segundo acto no es prácticamente más que un remedo del primero, Beckett ha escrito un drama en el que, dos veces, nada ocurre».

Su ruptura con las técnicas dramáticas tradicionales y la nueva estética que proponía lo acercaban al rumano Eugène Ionesco, y suscitó la etiqueta de antiteatro o teatro del absurdo. Se trata de obras estáticas, sin acción ni trucos escénicos, con decorados desnudos, de carácter simbólico, personajes esquemáticos y diálogos apenas esbozados. Son la apoteosis de la soledad y la insignificancia humanas, sin el menor atisbo de esperanza.

A partir de esta obra, que lo coronó como el rey de esta corriente, la crítica se ha preguntado quién es ese Godot al que todo el mundo espera y no llega nunca. Unos dicen que es Dios, otros que la Belleza, algunos que es el propio Beckett, pero este afirmó que si lo supiera lo hubiera escrito. Hubo quienes creían que era un ciclista que se hizo muy famoso en Francia porque siempre llegaba a la meta fuera de control. Se llamaba Godeau. El público esperaba verlo pasar el último y a veces ni siquiera llegaba. Y, en este imposible desciframiento de la identidad del protagonista, cuenta Manuel Vicent que un día que Beckett viajaba en avión desde París a Dublín a visitar a su madre muy enferma, oyó que el sobrecargo decía: «Les hablo en nombre del comandante Godot». El escritor se llevó un susto de muerte, creyendo que realmente su Godot había acudido a la cita.

IDENTIDAD IRLANDESA

Beckett escribiría posteriormente otras piezas teatrales de importancia, como Final de partida (1957), Los días felices (1960) y Play (1963). En 1959 recibió el título de doctor honoris causa en el Trinity College de Dublín, donde había estudiado. En 1969 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.

Murió en París en 1989 y está enterrado en el cementerio de Montparnasse. En Dublín hay un puente, diseñado por Santiago Calatrava, que lleva su nombre.

Por no escribir en gaélico no tuvo ningún problema con los nacionalistas irlandeses, como tampoco Joyce. Para sus paisanos, la identidad irlandesa de los dos estaba por encima de la lengua utilizada en su obra literaria.