Lo mejor de la poesía hispanoamericana

> José A. Ponte Far

LA VOZ DE LA ESCUELA

Continúa la antología de los mejores poemas escritos en lengua española, que este mes se dedica a algunos de los mejores autores del otro lado del Atlántico

19 nov 2014 . Actualizado a las 12:55 h.

Continuamos la serie poética que mes a mes trae a las páginas de La Voz de la Escuela una selección de poemas. Aquí te irás encontrando con esos poemas que no solo debemos conocer, sino que de ellos deberíamos recordar versos y estrofas y saber el nombre de sus autores, porque han pasado ya a las páginas de oro de la literatura universal.

Para que este recorrido sea más fructífero, os propongo un sencillo método de trabajo en la clase de Lengua y literatura Castellana:

1. Leemos, uno a uno, todos los poemas.

2. Escogemos el que más nos haya gustado, por la razón que sea: por su contenido, por su forma o por ambas cosas a la vez.

3. Lo copiamos en el cuaderno de Lengua.

4. Analizamos la rima del poema (asonante, consonante o libre).

5. Analizamos la medida de los versos y las figuras literarias que reconozcamos.

6. Explicamos cuál es el tema principal o el contenido del poema.

7. Leemos cada poema varias veces hasta conseguir aprenderlo. Después, siguiendo las indicaciones del profesor, lo recitamos en voz alta en clase.

8. Recogemos información sobre los autores de estos poemas y redactamos un breve informe sobre cada uno. Se puede utilizar el libro de texto de Lengua Castellana y Literatura o recurrir a Internet.

9. Algunos de estos poemas han sido musicados por cantautores. Los buscamos en YouTube y los escuchamos.

10. Comprobamos las variaciones que se han producido y, sobre todo, disfrutamos de ellos.

«Canción de otoño en primavera»

Rubén Darío (1867-1916)

Poeta nicaragüense que tuvo una gran influencia en la poesía española de finales del XIX y principios del XX. El Modernismo se introdujo en España con su obra. Pero, además del colorido y musicalidad propios de su estilo modernista, Rubén Darío, un gran poeta, supo tratar temas trascendentes y graves. En este poema domina el ritmo y la musicalidad, pero no falta una reflexión sobre el paso del tiempo.

«Amor de tarde»

Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009)

Fue un escritor que abarcó todos los géneros, culto y comprometido. En su poesía destaca el carácter sencillo de su léxico, que no es obstáculo para la profundidad de sus pensamientos. De la rutina diaria extrae el lirismo que siempre subyace en la vida amorosa.

«Todas íbamos a ser reinas»

Gabriela Mistral (Chile, 1889-1957)

Esta chilena, cuya principal vocación fue la de ser maestra, resultó ser la primera mujer condecorada con el premio Nobel, en 1945. Su poesía es sencilla en la forma, pero abarca temas muy humanos y profundos, y acabó teniendo una notable influencia en grandes poetas, como su compatriota Neruda o el mexicano Octavio Paz.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.

Al primer muerto nunca lo olvidamos,

aunque muera de rayo, tan aprisa

que no alcance la cama ni los óleos.

Oigo el bastón que duda en un peldaño,

el cuerpo que se afianza en un suspiro,

la puerta que se abre, el muerto que entra.

De una puerta a morir hay poco espacio

y apenas queda tiempo de sentarse,

alzar la cara, ver la hora

y enterarse: las ocho y cuarto.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.

La que murió noche tras noche

y era una larga despedida,

un tren que nunca parte, su agonía.

Codicia de la boca

al hilo de un suspiro suspendida,

ojos que no se cierran y hacen señas

y vagan de la lámpara a mis ojos,

fija mirada que se abraza a otra,

ajena, que se asfixia en el abrazo

y al fin se escapa y ve desde la orilla

cómo se hunde y pierde cuerpo el alma

y no encuentra unos ojos a que asirse...

¿Y me invitó a morir esa mirada?

Quizá morimos sólo porque nadie

quiere morirse con nosotros, nadie

quiere mirarnos a los ojos.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.

Al que se fue por unas horas

y nadie sabe en qué silencio entró.

De sobremesa, cada noche,

la pausa sin color que da al vacío

o la frase sin fin que cuelga a medias

del hilo de la araña del silencio

abren un corredor para el que vuelve:

suenan sus pasos, sube, se detiene...

Y alguien entre nosotros se levanta

y cierra bien la puerta.

Pero él, allá del otro lado, insiste.

Acecha en cada hueco, en los repliegues,

vaga entre los bostezos, las afueras.

Aunque cerremos puertas, él insiste.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.

Rostros perdidos en mi frente, rostros

sin ojos, ojos fijos, vaciados,

¿busco en ellos acaso mi secreto,

el dios de sangre que mi sangre mueve,

el dios de yelo, el dios que me devora?

Su silencio es espejo de mi vida,

en mi vida su muerte se prolonga:

soy el error final de sus errores.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.

El pensamiento disipado, el acto

disipado, los nombres esparcidos

(lagunas, zonas nulas, hoyos

que escarba terca la memoria),

la dispersión de los encuentros,

el yo, su guiño abstracto, compartido

siempre por otro (el mismo) yo, las iras,

el deseo y sus máscaras, la víbora

enterrada, las lentas erosiones,

la espera, el miedo, el acto

y su reverso: en mí se obstinan,

piden comer el pan, la fruta, el cuerpo,

beber el agua que les fue negada.

Pero no hay agua ya, todo está seco,

no sabe el pan, la fruta amarga,

amor domesticado, masticado,

en jaulas de barrotes invisibles

mono onanista y perra amaestrada,

lo que devoras te devora,

tu víctima también es tu verdugo.

Montón de días muertos, arrugados

periódicos, y noches descorchadas

y amaneceres, corbata, nudo corredizo:

«saluda al sol, araña, no seas rencorosa...»

Es un desierto circular el mundo,

el cielo está cerrado y el infierno vacío.

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

Plural ha sido la celeste

historia de mi corazón.

Era una dulce niña, en este

mundo de duelo y de aflicción.

Miraba como el alba pura;

sonreía como una flor.

Era su cabellera obscura

hecha de noche y de dolor.

Yo era tímido como un niño.

Ella, naturalmente, fue,

para mi amor hecho de armiño,

Herodías y Salomé...

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

Y más consoladora y más

halagadora y expresiva,

la otra fue más sensitiva

cual no pensé encontrar jamás.

Pues a su continua ternura

una pasión violenta unía.

En un peplo de gasa pura

una bacante se envolvía...

En sus brazos tomó mi ensueño

y lo arrulló como a un bebé...

Y te mató, triste y pequeño,

falto de luz, falto de fe...

Juventud, divino tesoro,

¡te fuiste para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

Otra juzgó que era mi boca

el estuche de su pasión;

y que me roería, loca,

con sus dientes el corazón.

Poniendo en un amor de exceso

la mira de su voluntad,

mientras eran abrazo y beso

síntesis de la eternidad;

y de nuestra carne ligera

imaginar siempre un Edén,

sin pensar que la Primavera

y la carne acaban también...

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer.

¡Y las demás! En tantos climas,

en tantas tierras siempre son,

si no pretextos de mis rimas

fantasmas de mi corazón.

En vano busqué a la princesa

que estaba triste de esperar.

La vida es dura. Amarga y pesa.

¡Ya no hay princesa que cantar!

Mas a pesar del tiempo terco,

mi sed de amor no tiene fin;

con el cabello gris, me acerco

a los rosales del jardín...

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer...

¡Mas es mía el Alba de oro!

«Elegía interrumpida»

Octavio Paz (México, 1914-1998)

Escritor polifacético y también diplomático, logró ser un muy buen poeta. Su obra es muy variada: desde temas de carácter social hasta los de naturaleza existencial. Su estilo también se fue adaptando a las nuevas tendencias.

Todas íbamos a ser reinas,

de cuatro reinos sobre el mar:

Rosalía con Efigenia

y Lucila con Soledad.

En el valle de Elqui, ceñido

de cien montañas o de más,

que como ofrendas o tributos

arden en rojo y azafrán,

Lo decíamos embriagadas,

y lo tuvimos por verdad,

que seríamos todas reinas

y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,

y batas claras de percal,

persiguiendo tordos huidos

en la sombra del higueral,

De los cuatro reinos, decíamos,

indudables como el Korán,

que por grandes y por cabales

alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,

por el tiempo de desposar,

y eran reyes y cantadores

como David, rey de Judá.

Y de ser grandes nuestros reinos,

ellos tendrían, sin faltar,

mares verdes, mares de algas,

y el ave loca del faisán.

Y de tener todos los frutos,

árbol de leche, árbol del pan,

el guayacán no cortaríamos

ni morderíamos metal.

Todas íbamos a ser reinas,

y de verídico reinar;

pero ninguna ha sido reina

ni en Arauco ni en Copán.

Rosalía besó marino

ya desposado en el mar,

y al besador, en las Guaitecas,

se lo comió la tempestad.

Soledad crió siete hermanos

y su sangre dejó en su pan,

y sus ojos quedaron negros

de no haber visto nunca el mar.

En las viñas de Montegrande,

con su puro seno candeal,

mece los hijos de otras reinas

y los suyos no mecerá.

Efigenia cruzó extranjero

en las rutas, y sin hablar,

le siguió, sin saberle nombre,

porque el hombre parece el mar.

Y Lucila, que hablaba a río,

a montaña y cañaveral,

en las lunas de la locura

recibió reino de verdad.

En las nubes contó diez hijos

y en los salares su reinar,

en los ríos ha visto esposos

y su manto en la tempestad.

Pero en el Valle de Elqui, donde

son cien montañas o son más,

cantan las otras que vinieron

y las que vienen cantarán:

«En la tierra seremos reinas,

y de verídico reinar,

y siendo grandes nuestros reinos,

llegaremos todas al mar».

Es una lástima que no estés conmigo

cuando miro el reloj y son las cuatro

y acabo la planilla y pienso diez minutos

y estiro las piernas como todas las tardes

y hago así con los hombros para aflojar la espalda

y me doblo los dedos y les saco mentiras.

Es una lástima que no estés conmigo

cuando miro el reloj y son las cinco

y soy una manija que calcula intereses

o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas

o un oído que escucha cómo ladra el teléfono

o un tipo que hace números y les saca verdades.

Es una lástima que no estés conmigo

cuando miro el reloj y son las seis.

Podrías acercarte de sorpresa

y decirme «¿Qué tal?» y quedaríamos

yo con la mancha roja de tus labios

tú con el tizne azul de mi carbónico.