La capital polaca conmemora el levantamiento contra los nazis en 1944
26 ago 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Varsovia es su personaje y su narrador. Es un escenario virtual, que se construye de esperanzas y de una memoria cada vez más diluida. A la izquierda del río Vístula crece en vertical hacia el futuro, como capital financiera de cristal y acero; a la derecha se desparrama en horizontal, con fachadas lastimadas y agrestes parques, que son la antesala de la estepa de polvo y ceniza que describía Tolstói en el pasado. Los distritos de Praga y Grochów dan la bienvenida al lejano este; Wola, Sródmiescie, Zoliborz o Mokotów vibran con una aspiración de modernidad no del todo consumada. Ciudad incoherente, de barrios superpuestos, acuchillada por sobrias avenidas estalinistas y solo cohesionada por los árboles y por esos escalofríos que sorprenden en cada rincón: memoriales a quien allí vivió (o murió, más bien), de lo que ya no está, de cómo fue y cómo terminó. El Vístula divide civilizaciones y la ciudad separa épocas, tan enigmática como carismática, con el encanto desafiante de la frontera.
Por eso, parece tener que recordarse constantemente quién y qué es. Este agosto, lo hace mediante cientos de banderas polacas, que cuelgan en todo tipo de edificios y espacios públicos y privados. Algo poco habitual y no tanto, dicen allí, una muestra de patriotismo como un homenaje al octogésimo aniversario del levantamiento de Varsovia. De ahí que muchas de esas banderas incluyan el ancla símbolo los partisanos del Ejército Nacional, que representó al Gobierno legítimo en el exilio durante la ocupación nazi y que orquestó uno de los episodios más sonados y trágicos de la Segunda Guerra Mundial.
Durante agosto y septiembre de 1944, alentado por el éxito de Normandía y acuciado por la llegada inminente del Ejército Rojo, el Ejército Nacional decide extender la Operación Tormenta a la ciudad para asestar un golpe definitivo a los ocupantes nazis y asegurarse de que son los propios polacos quienes liberan su capital. Se desata una guerra encarnizada, con unos 40.000 partisanos que, sin apenas armas, se enfrentan a 20.000 alemanes «armados hasta los dientes», según se explica en el concurrido Museo del Levantamiento de Varsovia, una extensa exposición que no escatima en superlativos ni en efectismo. Sí es más cuidadosa con algunos detalles históricos que sugieren dudas sobre la heroicidad local y la verdadera desgracia del pueblo polaco, que «podría haberse opuesto activamente a la ocupación comunista de posguerra», pero que acabó sufriendo la «imposición del régimen comunista y la sovietización de la sociedad». El 2 de octubre se firma un alto el fuego, del que se culpa a la pasividad soviética, pese a los intentos de ayuda estadounidenses, explican. Como represalia, los alemanes proceden a una destrucción metódica de la capital, barrio a barrio, en la que perecieron unas 200.000 personas y todo su patrimonio histórico. En enero de 1945, el Ejército Rojo entra en la ciudad arrasada, un momento que, con los años, se percibe más como una nueva ocupación que como una liberación. Será el nuevo régimen el que reconstruya la Ciudad Antigua, en un ejercicio de escenografía digno del mariscal Potemkin —tras las fachadas medievales se esconden los típicos apartamentos comunistas de mediados de siglo XX—.
Hay crónicas para todos los gustos. Varsovia, tan nueva, se antoja moldeable para relatos que no se unen en la victoria, sino que se escinden en sus detalles. De tan flexible, parece ella misma una bandera para esos dos mundos divididos por el Vístula y cada vez más opuestos.
Sin embargo, sigue siendo también esa ciudad fundada en torno al amor de una sirena (Wars) y un marinero (Sawa), la ciudad que Twardoch reconstruye en sus novelas, que cultivó la sensibilidad de Stasiuk y que Bowie, en su disco Low, tradujo a una melodía hipnótica cuando las notas del idolatrado Chopin parecían haber enmudecido. Ahora, polifónica, suena con fuerza.