Así se vivió el inicio de la guerra en la capital rusa: «Nuestra vida en Moscú se terminó»

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Un camión con la letra Z, que simboliza el apoyo a la invasión rusa, pasa por delante de un mural con la cara de Putin, en Moscú
Un camión con la letra Z, que simboliza el apoyo a la invasión rusa, pasa por delante de un mural con la cara de Putin, en Moscú MAXIM SHIPENKOV | EFE

Durante las primeras 24 horas de la invasión de Ucrania, los moscovitas mantuvieron sus tareas cotidianas con extraña normalidad

26 feb 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

En Rusia, el 23 de febrero es el festivo del Defensor de la Patria, que sustituye a la efeméride soviética del Día del Ejército Rojo. El 23 de febrero del 2022 hacía mucho frío y mucho sol. En compañía de diplomáticos y de periodistas extranjeros, la conversación se repetía: «Tras meses de rumores incumplidos y dos días después del reconocimiento de la independencia de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk —en territorio ucraniano— por parte del Kremlin, empezamos a concebir que el Ejército ruso volviese a entrar en Ucrania para hacerse con el territorio prorruso de Dombás, como ya lo había hecho con Crimea en el 2014. Pero todos considerábamos entonces imposible una invasión a gran escala hasta Kiev».

Esa noche, proyectaban en el cine de Park Kulturi la película Mamá, estoy en casa, una ficción en la que, para convencer a una madre de que su hijo soldado seguía vivo, el Ejército ruso le envía a otro militar a casa, suplantando su identidad. Al salir del cine, ya a medianoche, la bruma helada se ilumina de tonos rojos, amarillos y naranjas. Son los fuegos artificiales que salen del cercano Ministerio de Defensa. «¿Te imaginas que mañana Kiev amanezca así?», digo, imitando un tono alarmista, del que enseguida me arrepiento. A ninguno nos hace gracia. Nos despedimos en Kropótkinskaya, de camino hacia la plaza Roja. El centro está desierto, apenas hay taxis. El río helado arrastra una corriente de aire gélido y los ecos de los últimos fuegos. El Kremlin se impone en un meandro, como acechante. «Y si… y si…», pienso. Entro en casa recordando el prólogo de Ricardo San Vicente para El Maestro y Margarita: «La realidad —en sus diversas perspectivas: política, social y cotidiana— es hasta tal punto fantástica, tan increíble, que, tanto en el pasado como hoy, solo la fantasmagoría parece capaz de abrir los ojos al lector para entender el mundo (ruso)».

«Koshmar» (pesadilla), leo en un mensaje al despertarme. El siguiente: «Nuestra vida en Moscú se terminó». Veo las fotos de los helicópteros rusos en Kiev. «Y si…», vuelvo a pensar. «¿Y si es fantasmagoría?». No, ya está ocurriendo. El Gobierno ruso acaba de hacer lo que nadie quería creer. Me levanto, mis compañeros de piso, rusos, no pueden hablar. Sé que necesito euros en efectivo y, al salir a la calle, lo más extraordinario es que todo parece normal.

Extraña normalidad

Hay una disonancia entre el movimiento y el sonido, como si alguien hubiera desconectado un cable. El ritmo frenético no se corresponde con el silencio. La niebla blanca es como un sudario que cubre plazas y caras en forma de déjà vu. La gente mira al suelo, muda. Los cajeros se quedan sin efectivo, algunos ya limitan las retiradas de dinero. Paso las siguientes cinco horas en la cola de un banco, donde el rublo cambia de valor como en una máquina tragaperras. Todo se modifica en lo virtual: las finanzas, las leyes, la moral...

El día acaba en la embriaguez de un bar, donde un grupo de amigos, aún incrédulos, no es capaz de llorar lo que llorará de aquí en adelante, cuando comprenda la situación, cuando sufran detenciones, cuando su trabajo y su vida queden sometidos a una represión sin precedentes. El cierre de teatros, museos o periódicos es un síntoma del cáncer. Cuando algunas (pocas) de esas caras amigas se sequen las lágrimas, olviden los muertos y empiecen a argumentar que no quedaba alternativa, entiendo que la metástasis es irreversible. No se acabó nuestra vida en Moscú, sino que la propia Moscú se terminó. Entre el morbo de presenciar un acontecimiento histórico, me pregunto si realmente conocí esa ciudad querida, si será tirana o tiranizada. Un año después, una amiga me escribe: «Casi todo parece igual, pero todo está podrido. No vuelvas, quédate con los buenos recuerdos». Recuerdos de un país que, no me olvido, me emocionó como ningún otro.