El tren Celta enamora a «The Guardian»

Brais Suárez
Brais Suárez OPORTO

INTERNACIONAL

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Es una experiencia maravillosa para quienes no tengan que utilizarlo con frecuencia

12 dic 2022 . Actualizado a las 15:45 h.

Uno se sienta en un moderno tren en Lisboa, llega en tres horas a Oporto y allí está este aparato blanco y amarillo esperando, humeante e incierto, siempre dispuesto a las sorpresas. Los pasajeros entran. Un colombiano, en traje de tres piezas, se lo piensa dos veces y pregunta que dónde puede dejar sus cuatro maletas. No hay más que un ínfimo portaequipajes y el hueco entre las piernas de los viajeros, que agradecen cualquier fuente de calor.

Un par de estadounidenses, algo despistados, preguntan si esto es realmente un tren internacional. Los locales se lo piensan un segundo antes de asentir, ya que la única señal de que se cruza una frontera es el cambio de revisor. Entre que los empleados lusos hablan perfecto castellano y que el gallego y el portugués del norte son perfectamente intercambiables, ni siquiera el idioma cambia mucho. Ni el paisaje. Ni la arquitectura.

Por eso, otra usuaria del este de Europa se sorprende al cruzar el Miño: «Es increíble, puedes venir a pasar el día a otro país y volver a casa. De hecho, no parece que cambies de país», dice. El tren se mete hacia el interior, cruza unos túneles y de pronto se asoma a la ría de Vigo. Entonces, no queda claro si los primerizos empiezan a tomar fotos por lo espectacular del paisaje o para rememorar el histórico momento en que, unas dos horas y media más tarde, sienten que serán puestos en libertad.

Es una de esas experiencias que pueden generar tanto amor como odio. Todo depende de la frecuencia.

Para quien lo vea por primera vez o lo use un par de veces al año, será más fácil apreciar la indiscutible belleza del recorrido del tren Celta, entre Oporto y Vigo, a lo largo de la línea costera: abandonar la emblemática estación de Campanhã, incrustarse entre los prados y regatos portugueses y asistir a cómo el paisaje cambia sutilmente para convertirse en Galicia, en una transición apenas perceptible y con vistas a las dunas de las salvajes playas lusas. De camino, las siempre recomendables Valença y Viana do Castelo. Después, el río Miño aparece como una metáfora hídrica de lo diluida que está la frontera entre las dos regiones, para las que lo más complicado es, paradójicamente, intercambiar pasajeros con fluidez.

Ahí entra en juego el segundo grupo: el de los usuarios habituales, que con el trajín del día a día puedan priorizar la eficiencia del servicio a su belleza. No es que estética y funcionalidad sean excluyentes, pero no deberían estar tan descompensadas. El paisaje y las ciudades del trayecto pierden bastante atractivo para los que necesitan desplazarse con agilidad y deben soportar los habituales retrasos, las escasas frecuencias o las carencias del servicio. «Es una operación sin alardes, así que no esperen lujos como primera clase o un restaurante», explica la autora del artículo de The Guardian, Nicky Gardner. Tampoco enchufes, calefacción eficiente o jabón y papel en los baños. Le atraen precisamente las características que desagradan a los usuarios habituales y disuaden a los potenciales.

Salvando las distancias, al leer la experiencia de esta experta en slow-travel, a uno se le vienen a la cabeza esos blogs de veraneantes en el trópico o en un desierto, explicando las virtudes de una excursión en elefante o en camello por cuatro duros (cinco euros, en el caso del tren). Es el encanto de lo anacrónico, una de esas experiencias que solo son gratas en vacaciones y tanto más interesantes en cuanto se sabe que no habrá que repetirlas cada día.

En cualquier caso, con su elección del trayecto entre Lisboa y Vigo como la ruta ferroviaria del mes, The Guardian da un respiro a los románticos y nos permite pensar (y escribir) sobre este tren de otra manera, en presente y a corto plazo, con la mirada virgen del turista. Y, sobre todo, sin la eterna pregunta de cuándo Portugal y España se decidirán a hacer de esta conexión terrestre una experiencia más contemporánea, aun corriendo el riesgo de perder interés en términos antropológicos. Vamos, que la palabra clave es slow.