
Tras siete décadas a la sombra de su madre, el príncipe de Gales sube al trono sacudido por los escándalos y con el medio ambiente como gran preocupación
09 sep 2022 . Actualizado a las 16:00 h.A su edad, muchos de sus compatriotas llevan ya varios quinquenios jubilados, tostándose por dentro y por fuera en la Costa del Sol. Nadie ha esperado tanto como él para debutar en el trabajo al que está convocado desde su nacimiento. 70 años y más de 200 días después de convertirse en heredero, Carlos de Inglaterra sube al trono. Supera así la plusmarca de su tatarabuelo Eduardo VII, que se estrenó como rey a los 59. Él cumplirá 74 en noviembre.
Carlos Felipe Arturo Jorge, el primogénito de la entonces princesa Isabel y Felipe de Edimburgo, vino al mundo en Londres en 1948. En 1952, al morir Jorge VI, su madre se convirtió en reina y el pequeño, de apenas tres años, en heredero al trono de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Y así, hasta este jueves.
Hasta que su boda con Diana lo puso bajo los focos, Carlos llevó una existencia apacible, siempre en segundo plano y a la sombra de su todopoderosa madre. Isabel y Felipe rompieron con la tradición de educar a los príncipes en palacio, bajo la lupa de tutores e institutrices reales, y lo enviaron a la escuela, incluido algún internado de tortuosa memoria.
Estudió arqueología, antropología e historia en el Trinity College de Cambridge —Oxford es para los primeros ministros—, donde se licenció en 1970 en Artes antes de cumplir con el tradicional periplo por las escuelas militares. Aprendió a pilotar cazas en la Royal Air Force y, siguiendo el patrón de su padre, su abuelo y sus bisabuelos, se enroló en la Marina Real.
Es duque de Cornualles desde que fue designado heredero, y antes de que su madre lo nombrase príncipe de Gales en 1969 se pasó un curso en las aulas de la Universidad de Aberystwyth para aprender el complejo idioma galés y honrar así el título.
Hasta ahí, el partido de ida de su vida. El partido de vuelta empezó en 1981, en la catedral de San Pablo de Londres, donde se casó —para unos años— con Diana Spencer y, para siempre, con los tabloides y paparazis.
En una entrevista con la BBC —que, según se ha revelado ahora, tenía mucha trastienda—, Diana apuntó años más tarde que el matrimonio estaba «un poco concurrido». «Éramos tres», lanzó, en referencia a la larga sombra de Camila Parker Bowles sobre la pareja. En el país de las ceremonias, fue el primer ministro, John Major, el que anunció en 1992 a la Cámara de los Comunes que Carlos y Diana se separaban. Solo unos meses después, las revistas publicaban una tórrida charla telefónica entre el príncipe de Gales y su amante, grabada en 1989 por un radioaficionado, en la que el heredero al trono regalaba piropos escatológicos a Camila. La prensa bautizó el escándalo como Tampongate.
El divorcio se consumó en 1996 y, solo un año después, Diana moría en un túnel de París en un accidente de tráfico cuando era perseguida por la tropa sensacionalista. Su muerte marcó un punto de no retorno para la monarquía británica en general y para Carlos en particular. Las críticas se volvieron aún más despiadadas y los escándalos aireados por la prensa no han dejado de perseguirle. El último, este mismo verano, cuando el venerable Sunday Times publicó que el príncipe de Gales había recibido un millón de euros de un jeque catarí.
Acaba de estrenarse, pero desde Ricardo II ya es el rey de Inglaterra más denostado por los suyos. La diferencia es que a Ricardo II lo vapuleaba Shakespeare, que llenó su obra homónima de fake news sobre el monarca, y a Carlos lo zarandean los tabloides. Cuestión de clase.
Toda la vida a la espera
En el 2005, pudo al fin casarse con Camila Parker Bowles, el amor ininterrumpido de un señor de Londres que se ha pasado la vida esperando por todo.
Reinará como Carlos III. En el 2010, tuvo que desmentir los rumores de que, en honor a su abuelo, llevaría como monarca el nombre de Jorge VII. Los precedentes no carecen de riesgo. Carlos I fue el único rey inglés decapitado por sus súbditos. De él podría heredar el elegante humor que, camino del cadalso, le hizo pedir dos camisas para que el frío no le hiciese temblar ante los revolucionarios que habían pedido su cabeza en la Cámara de los Comunes.
Amante de la arquitectura y la campiña, el heredero de la institución conservadora por antonomasia es conservador en el mejor sentido de la palabra: su gran preocupación es el medio ambiente y gasta el mismo abrigo de tweed desde hace 40 años.