La UE contiene la respiración ante las elecciones presidenciales en Francia

Salvador Arroyo MADRID / COLPISA

INTERNACIONAL

Macron y Le Pen, en una reunión en el Elíseo en febrero del 2019
Macron y Le Pen, en una reunión en el Elíseo en febrero del 2019 PHILIPPE WOJAZER | Reuters

Bruselas teme por una eventual victoria de Le Pen, que debilitaría la cohesión interna y mermaría el peso internacional del bloque comunitario

24 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

«Lo que se celebra es un referendo por o contra Europa». A nadie se le escapa que esta advertencia de Emmanuel Macron, repetida hasta la saciedad en campaña, no es banal. Tamizado el oportunismo implícito de todo mensaje lanzado en refriega electoral, la UE tiene claro que el que es uno de sus líderes más europeístas no habla por hablar. Macron cree en Europa, se viene postulando para coger el trono de Angela Merkel y, de manera explícita, la está liderando ya desde enero con Francia en la presidencia rotatoria del Consejo Europeo —algo que no sucedía en catorce años— y un ambicioso plan de trabajo que busca ahondar en la soberanía internacional del bloque. Así que no hay duda; una eventual llegada este domingo al Eliseo de su rival, la ultraderechista Marine Le Pen, enfrentaría al proyecto común a una nueva crisis de identidad.

Una suerte de tsunami en un momento crítico: con una guerra en su descansillo inducida por un líder autócrata imprevisible. Que no solo ha frustrado la hoja de ruta de la recuperación económica poscovid; también ha colocado al bloque ante el bochorno de una absoluta dependencia energética que le está obligando a reinventarse contrarreloj.

Y ante la incertidumbre reforzada de que las tradicionales divergencias internas (veintisiete sensibilidades distintas) generen nuevas zozobras. No es que preocupe un frexit (un nuevo escenario de escisión). Eso no está encima de la mesa. Lo que inquieta es otra estrategia, la del caballo de Troya: entrar para dinamitar la UE tal y como la conocemos.

Es la táctica por la que vienen apostando desde hace años las distintas corrientes de extrema derecha ante, al menos, tres evidencias: el portazo per se resta votos; el proceso de salida es sumamente complejo; y hay riesgo de caos y congelación real fuera del mercado común. Lecciones aprendidas del brexit. Así que Le Pen —a diferencia de lo que sí hizo en el 2017— ha desterrado de su programa electoral la ruptura (y con ella, la idea de sacar a Francia del euro). Se ha empachado de moderación y su discurso dulcificado, unido al agotamiento doméstico que genera la figura de Macron, le ha permitido recortar distancias como nunca —las encuestas dan la victoria al actual presidente sí, pero con un 56 % de los votos frente al 44 % de la ultraderechista—.

El corto margen transmite inseguridad; hay miedo al terremoto. Porque la dialéctica de Le Pen es para opositores y analistas solo un fino envoltorio que ni atenúa su euroescepticismo declarado ni el objetivo que persigue: cimentar una pertenencia a la carta. En esta campaña no ha utilizado el término destruir (sí lo hizo hace cinco años). Ha hablado eufemísticamente de cambiar, reformar «la UE por dentro». Lo que se traduce en debilitar la cohesión y, en consecuencia, mermar su peso internacional. Un plan que, aunque le requeriría conseguir una mayoría parlamentaria en las elecciones que el país celebrará en junio, ya augura tinieblas.

El segundo contribuyente

Francia no es el Reino Unido. Es un socio de histórica convicción europeísta. Impulsor del proyecto común desde 1958 y miembro fundador de lo que se acabó convirtiendo en la Unión Europea actual. Desde marzo de 1995 está en el Espacio Schengen y en el euro desde su entreno el 1 de enero de 1999. La segunda potencia económica de Europa y, con Alemania, el pilar del proyecto. Contribuyente neto de vital importancia para la UE. El gasto que destina al presupuesto general —fijado por la regla de equidad en base a sus recursos— supera los 20.000 millones de euros, lo que supone el 0,85 % de su economía. Recibe 14.778 millones , un 0,61 % de su peso. Es, además, uno de los países con mayor representación en la Eurocámara y está lanzado a desarrollar una cooperación más estrecha con Berlín, al igual que con los socios «con capacidad y voluntad para avanzar en el reto europeo», se subraya desde París.

En el terreno de la eficacia, Macron (y por extensión Francia) desempeñó un papel fundamental en la consecución del Fondo de Recuperación; la movilización de los 750.000 millones de euros anticovid (con la mayor emisión de deuda conjunta de la historia) que, unidos al billón del Presupuesto plurianual (2021-2027), se ha convertido en un verdadero ejercicio de solidaridad hacia una mayor integración. ¿La UE ha salido de la conocida espiral de crisis existenciales? A medias. La guerra de Ucrania ha desplegado una misma corriente de unidad —salvo muy contadas excepciones, léase Hungría— sin precedentes. Hasta que la estrategia del aislamiento a Rusia y la sucesión de sanciones ha exigido avanzar hasta la casilla del veto al petróleo y al gas. Aquí Alemania (que cubre el 45 % de sus necesidades con la provisión de Gazprom) está tirando del freno de mano. Y París presiona en la dirección contraria, pero con mucha diplomacia para no resquebrajar el eje franco-alemán. En todo caso, choque de sensibilidades. Que parece haberse resuelto, por cierto, con una solución salomónica anunciada el viernes: que cada Estado marque sus tiempos al veto.

Crisis existencial

Distinto de lo que se advierte si Le Pen llegase al Elíseo. Eso sí sería otra crisis existencial. La líder de Rassemblement National (Agrupación Nacional) «quiere reducir drásticamente el poder de decisión de la UE, controlar quién puede viajar libremente dentro del territorio comunitario y retirarse de algunos de los acuerdos comerciales y energéticos de la Unión. Podría vetar nuevas sanciones contra Rusia y oponerse a cualquier otro apoyo militar a Ucrania», explica Georgina Wright, directora del programa Europa del grupo de reflexión del Instituto Montaigne de París. «Es difícil ver cómo la UE podría adoptar estas reformas sin desintegrarse gradualmente. Un frexit, pero a diferencia del brexit, una retirada lenta y desordenada», añade.

Incógnitas que inquietan

A partir de ahí surgen infinidad de incógnitas: ¿Cuántas veces ejercería Francia su derecho a veto? ¿Rompería con la inercia europea de buscar consensos? ¿Mantendría el mismo esfuerzo contributivo? Un puñado de dudas de las muchas que planean en Bruselas, corazón comunitario, y que sistemáticamente es foco de los ataques de los políticos de extrema derecha (aquello de «acabar» con los burócratas de Bruselas) a los que se culpa de los mil males. E, incluso, de estrategias de «cloaca». Recientemente la propia Le Pen —que fue eurodiputada—, ha juzgado así las conclusiones de un informe de la unidad antifraude europea (OLAF), que la acusa de malversar fondos y le requiere que devuelva 137.000 euros. «Estoy acostumbrada a las trampas de la Unión Europea, a sus golpes bajos», reaccionó tras negar la inculpación.

La onda expansiva de una Francia empujada por la derecha reaccionaria sería bienvenida en, al menos, dos Gobiernos con los que Le Pen sintoniza: Hungría y Polonia; Viktor Orbán y Mateusz Morawiecki. Conoce a ambos líderes y mantiene con ellos una buena relación. Y secunda su idea de imponer la primacía del derecho nacional sobre el comunitario, uno de los principios fundamentales del ordenamiento jurídico de la UE.

Socios incómodos, baluartes de esa alianza política centroeuropea (con la República Checa y Eslovaquia) conocida como el Grupo de Visegrado, Hungría y Polonia tienen un sinfín de expedientes abiertos con Bruselas. Y se enfrentan a un bloqueo de facto de las transferencias del Fondo de Recuperación por sus derivas autoritarias (independencia judicial, derechos fundamentales...).

Si ya se han caracterizado por poner palos en la rueda en muchas cumbres —amagaron con bloquear la luz verde a los pagos del Plan de Recuperación porque quedaban condicionados al respeto al Estado de Derecho—, con una Francia ultra tendrían un aliado. O quizás no. La guerra en Ucrania ha abierto una brecha entre esos dos socios tradicionales —Budapest sintoniza con Putin, Varsovia no—. Y luego está la derivada puramente económica. Ambos son receptores netos de fondos europeos. ¿Y si Le Pen cumpliera con su amenaza de aportar menos? Eso ya no sería tan conveniente. En todo caso, toca contener la respiración.