El Chernóbil que conocimos

INTERNACIONAL

Antiguos liquidadores de Chernóbil protestando porque no se les reconocían sus secuelas.
Antiguos liquidadores de Chernóbil protestando porque no se les reconocían sus secuelas. CÉSAR TOIMIL

Corrupción y desigualdad y una mirada esperanzada puesta en Europa

28 feb 2022 . Actualizado a las 11:47 h.

El viejo hotel, creo recordar que se llamaba Cosaco, estaba en la plaza de la Independencia de Kiev. Su interior parecía una película de espías, con su moqueta roja y sus puertas de contrachapado. El ambiente se disolvió al ver el baño de la habitación. La ducha era un tubo de plástico conectado al lavadero. La cortina de la bañera estaba decorada con pececitos de colores. Tan pronto entramos, llamaron al teléfono y alguien se ofreció a enviar unas señoritas.

A Kiev, hace 11 años, se iba a buscar chica. La capital de Ucrania miraba esperanzada a Europa, y los occidentales que visitaban la metrópolis miraban con otro tipo de esperanzas a las locales. Algunos recurrían a prostitutas, otros iban a buscar a su posible futura esposa, a la que habían conocido por Internet o una agencia del sector. En el museo de Chernóbil se encontraban piezas como un catalán de mediana edad convencido de que podría acostarse con la chica que le acompañaba y salir por piernas sin pasar por el altar.

Nuestra intérprete Irina —el nombre es ficticio— trabajó durante años facilitando esos encuentros, que unas veces acababan bien y otras no tanto. En los últimos tiempos, recordaba, también ayudaba en los divorcios. Contaba que a algunos españoles les chocaba el carácter fuerte de las ucranianas, acostumbradas a mandar en casa.

Nosotros no buscábamos chicas, íbamos a visitar Chernóbil. César Toimil, fotógrafo de la Voz en Ferrol, ya había estado allí e iba a volver varias veces más para hacer fotos que llegaron a exponerse en el museo de Kiev.

Fuimos al norte en bus por una carretera recta, casi desierta, que discurría por las planicies cubiertas de árboles altos.

El primer control que pasamos antes de llegar a uno de los lugares más peligrosos del mundo lo hicieron dos soldados que viajaban en un coche que recordaba a un Simca 1000 pintado con colores militares. Bajó un chico, casi un niño, vestido de camuflaje con un fusil de asalto. Apenas echó un vistazo.

Pero más cerca de la central los controles eran más estrictos, y en el complejo nuclear la actividad era continua. Por un lado, con ayuda francesa, desmontaban los reactores que funcionaron durante años después de la catástrofe, por otro se vigilaba que nada molestase el monstruo nuclear que descansa bajo el sarcófago. Para salir del complejo era necesario pasar un control para detectar la presencia de partículas radiactivas en el cuerpo o la ropa. Al parecer, si la máquina pitaba, el paciente era enviado de inmediato a un hospital especializado en Moscú. No lo hizo.

Kiev, o al menos una parte, quería ser Europa. Pero estaba claro que no había completado ese viaje: no había ni una hamburguesería. Los jóvenes iban a autoservicios de comida tradicional. Por las grandes avenidas adoquinadas, tan inequívocamente rusas que parecían diseñadas para el desfile de la victoria, pasaban a veces vehículos de gas. No es que se adelantasen a la transición energética, es que era más barato. Mucha gente vivía con lo justo o menos.

Los problemas de un país

La desigualdad era rampante. De los Lamborghini con piezas chapadas en oro aparcados frente a las lujosas discotecas del centro se pasaba a los huertos vallados con muebles viejos y plástico de los suburbios, donde proyectaban su sombra colosales edificios de pisos de la era soviética.

La corrupción era también exagerada. Unos días después de volver de Ucrania, alguien empezó a hacer compras con mi tarjeta en tiendas del centro de Moscú. La habían clonado durante el viaje, aunque solo la había usado dos veces.

Los veteranos liquidadores de Chernóbil, soldados de infantería y pilotos de helicóptero, que se jugaron la vida y perdieron la salud para salvar Europa, protestaban en el aniversario de la catástrofe porque ni les pagaban las pensiones. Decían que se habían dado cientos de acreditaciones de liquidador falsas a amigos y familiares de políticos y funcionarios, que se quedaban con lo que les correspondía. Muchos de ellos echaban de menos la era soviética porque al menos les pagaban.

Otros preferían alejarse de Rusia, de la que se hablaba con familiaridad y temor, como de un padre muy severo. Irina, como muchos jóvenes, pensaba que la Unión Europea les abriría las puertas y les ayudaría. Estos días, su teléfono ha estado en silencio.