Los talibanes venden un Afganistán seguro

Mikel Ayestaran KABUL / COLPISA

INTERNACIONAL

Un taliban monta guardia frente a la antigua embajada de Estados Unidos,en cuya pared aparec pintado el sello del Emirato islámico de Afganistán.
Un taliban monta guardia frente a la antigua embajada de Estados Unidos,en cuya pared aparec pintado el sello del Emirato islámico de Afganistán. Efe

«Estamos aquí para velar por su seguridad», aseguran los guardias talibanes a los periodistas en los números controles que jalonan el camino entre la frontera de Pakistán y Kabul

09 sep 2021 . Actualizado a las 13:37 h.

«Estamos aquí para velar por tu seguridad». Es el mensaje del primer talibán que recibió este miércoles a este enviado especial al cruzar el paso de Torkham que separa Pakistán del nuevo Emirato Islámico de Afganistán. Tras inspeccionar la carta con el permiso del Ministerio de Información y Cultura y revisar el equipaje, el miliciano saluda, da la bienvenida y repite, una vez más, que «ahora se puede viajar por todo el país con seguridad. Se han acabado los problemas».

En la oficina del puesto fronterizo, la pared principal está desierta. En el suelo, a la izquierda, se encuentra el retrato del expresidente Ashraf Ghani boca abajo. Los talibanes han estrenado nuevo Gobierno interino, un Ejecutivo formado por el ala más dura del movimiento y su poder se extiende ahora por todo el país después de haber derrotado a los últimos resistentes afganos en el Panshir.

Desde la frontera a Kabul se recorren 230 kilómetros y se atraviesa la provincia de Nangarhar, una de las zonas que siempre daban problemas a las fuerzas internacionales y donde está asentado el brazo afgano del grupo yihadista Estado Islámico (EI). Las grandes bases que ocuparon las fuerzas de la OTAN o el Ejército Nacional Afgano se hallan ahora semidesiertas.

Las paredes de sacos terreros, las garitas y los grandes bloques de hormigón son la herencia de veinte años de una ficción que acabó esfumándose en cuanto los talibanes lanzaron su ofensiva. Siguen ondeando algunas banderas del anterior Gobierno, pero la enseña que ahora se ve en las plazas de los pueblos y edificios públicos es la blanca del emirato.

Los talibanes optan por puestos de control de dos o tres hombres en puntos estratégicos. Después de dos décadas en la sombra, ellos tienen el poder. Los milicianos que antes sembraban el terror en las carreteras de todo el país ahora son las fuerzas del orden.

No se dedican a controlar el tráfico, que es una locura de camiones y coches adelantándose unos a otros por la derecha y la izquierda. Ellos están para vigilar cada vehículo que pasa. Algunos llevan al hombro viejos Kalashnikov, pero la mayoría portan armamento nuevo de fabricación estadounidense. Lo mismo ocurre con los vehículos. Han dejado sus tradicionales furgonetas pick up blancas y ahora conducen los Ford verdes de la antigua Policía y los Humvees del desaparecido Ejército local, que los abandonaron o entregaron al rendirse.

La sensación en los poblados de campo como Hazar Now, Basawul o Samarkhel es de absoluta normalidad. Nada que ver con las imágenes de pánico y caos que llegaron desde Kabul tras la victoria del Emirato. En amplias partes del país centroasiático, como esta zona del sur, el Emirato ya gobernaba desde hace años, pero permanecía en la sombra y ahora ha salido a la luz.

«¿Todo bien?» «¿Todo bien? Estamos aquí para que su camino sea seguro», informa un joven barbudo en uno de los puestos antes de llegar a Jalalabad mientras pide la documentación y repara en que hay un periodista en el coche.

La entrada a esta ciudad donde se juntan los ríos Kabul y Kunar, y que durante siglos fue la favorita de los reyes afganos, es un atasco eterno debido a la acumulación sin límite de pequeños tuc-tuc de color amarillo que hacen impracticable la ruta que lleva a la capital afgana.

En la memoria de todos los reporteros

Hay que armarse de paciencia para cruzar Jalalabad y desde allí enfilar a Kabul por una carretera que supera como puede la garganta de Tang-e Gharu, en pleno Hindu Kush, y serpentea las paredes de piedra caliza gris azulada. Este es un tramo que pesa en la memoria de todos los reporteros que cubrimos Afganistán. Aquí, en la zona de Sairobi, en el puente de Pul-i-Estikam, se produjo la emboscada en la que el 19 de noviembre del 2001 fueron asesinados Julio Fuentes, Harry Burton, Azizullah Haidari y Maria Grazia Cutuli. Una emboscada a manos de unos talibanes que veinte años después son quienes tienen en sus manos la seguridad de la zona en la que antes asaltaban vehículos.

El camino sube y sube hasta desembocar en la capital, que se encuentra a 1.791metros de altura. Justo al terminar el puerto aparece el gran puesto de control que hay que superar para entrar en la ciudad, pero tampoco se percibe una tensión especial entre los combatientes allí desplegados.

Arsalan se quedó sin amigos, todos han huido

Al llegar a la urbe comienzan a aparecer los primeros grandes carteles del emirato y las banderas blancas cuelgan de cada farola. Los talibanes tienen puestos fijos de control en algunas calles, pero también patrullas que recorren a pie la ciudad. «Hay seguridad, pero también desconfianza.

Han demostrado durante veinte años que son buenos combatientes, pero gobernar un país es otra cosa y aquí se percibe un rechazo a sus formas», comenta Arsalan, estudiante de español de la Universidad de Kabul, que se ha quedado sin amigos porque todos han salido al extranjero.

«En este país, además de pastunes, hay tayikos, uzbekos, hazaras, baluches. No pueden formar un Gobierno solo de pastunes y talibanes, sin presencia de mujeres y pensar que la gente de Kabul lo puede aceptar. Aquí van a tener problemas», comenta este joven. Algo de razón tiene.

Una nueva manifestación integrada por afganas recibe al visitante al igual que han hecho en los días anteriores. Subrayan que sin mujeres, «no hay Gobierno».

Dejarse la barba

Arsalan se ha visto obligado a adaptar su apariencia a los nuevos tiempos y luce ya una barba importante. A diferencia de lo sucedido a finales de los años 90, de momento los islamistas no han impuesto la barba, pero todos piensan que no tardará en llegar esa medida.

Restaurantes, tiendas, centros comerciales. Todo está abierto, pero se ve poca gente en lugares céntricos como Shar-e-Naw y casi ninguna mujer.

«Hay una sensación extraña en el ambiente y muchos prefieren salir lo menos posible porque no se adaptan a los modos de los talibanes», explica Arsalan. Según baja el sol la poca gente desaparece y Kabul es un desierto negro. Sin iluminación pública y con los problemas de electricidad, la noche es mucha más noche. Solo quedan los talibanes, que no bajan la guardia. Han necesitado veinte años para recuperar el poder y lo agarran con toda su fuerza.