Cien años (o casi) del Partido Comunista Chino

INTERNACIONAL

ROMAN PILIPEY

10 jul 2021 . Actualizado a las 10:14 h.

Como tantas historias de Mao Zedong, parece una broma, pero no lo es: cuando se pensó en empezar a conmemorar el aniversario de la fundación del Partido Comunista Chino (PCCh), Mao se empeñó en que la fecha era el 1 de julio de 1921. En realidad, se confundía; había sido el 23 de julio. Pero nadie se atrevió a llevarle la contraria y esa es la fecha que se ha seguido celebrando hasta ese año, en el que se cumple un siglo de la fundación de este partido que, con más de noventa millones de afiliados, se disputa el título de «mayor organización política del mundo» con el partido de extrema derecha indio BJP.

No se puede negar su éxito. El PCCh sobrevivió a los intentos de los nacionalistas del Kuomintang de suprimirlo en la década de 1920 y acabó liquidándolos a ellos veinte años más tarde para hacerse con el control del país más poblado de la Tierra. Pero lo más asombroso es cómo ha sobrevivido a sus propias políticas, algunas indirectamente genocidas, como el intento de forzar la industrialización de un país rural de la noche a la mañana (el Gran Salto Adelante, que costó entre veinte y cuarenta millones de vidas); otras directamente enloquecidas, como la Revolución cultural, una purga masiva que dejó al país traumatizado y roto. Fue sobre esas ruinas humeantes de la experiencia maoísta sobre las que Deng Xiaoping (él mismo un represaliado de la Revolución cultural) redefinió el PCCh para convertirlo en una contradicción funcional: un «comunismo compatible con la economía de mercado». El yin y el yang a la vez. Que no se trataba de una democratización quedó claro cuando Deng aplastó las protestas de la plaza de Tiananmen en 1989. Pero lo cierto es que la relativa liberalización económica y el impacto de la globalización empezaron a erosionar el papel de partido, que en los años 90 parecía que empezaba a perder peso entre las contorsiones de Hu Jintao y Jiang Zemin para hacer compatible el marxismo leninismo con una economía que funcionaba mejor cuanto más se alejaba de sus principios.

Al final, el PCCh parece haber encontrado la fórmula con Xi Jinping: Mao más Deng, una cosa y la contraria. Con la excusa de luchar contra la corrupción (algo intrínseco a todo régimen totalitario), Xi ha puesto fin al principio del «liderazgo colectivo» que había establecido Hu Jintao y ha concentrado todo el poder en su persona. Este maoísmo en lo formal lo ha combinado con el pragmatismo cínico de Deng Xiaoping: si una idea capitalista funciona, pasa a llamarse «socialismo con características chinas». Y, para asegurarse, se han añadido grandes dosis de nacionalismo. Es como un sincretismo de todas las ideologías, quizás no de lo mejor de cada una de ellas. Pero el resultado es, en términos estrictamente numéricos, un producto ganador. El PCCh, unido bajo Xi y alimentado por la prosperidad, vuelve a tener ahora un poder que no tuvo, quizás, ni siquiera en tiempos de Mao (y no solo en China: recientemente, los rótulos de una película de Disney daban las gracias al PCCh). Si se cumpliese el sueño de los utópicos, desapareciesen las fronteras y el mundo tuviese un solo gobierno, el PCCh se turnaría en el poder con el BJP. Nadie lo hubiese imaginado hace cien años, cuando nació en una pequeña casa elegante de la concesión internacional de Shanghái en 1921. Ni siquiera hace cien años menos unos días.