Los 100 días de Guaidó y la interminable agonía de Maduro

Julio Á. Fariñas A CORUÑA

INTERNACIONAL

Miguel Gutiérrez | EFE

La tragedia venezolana sigue acaparando la atención de medio mundo. Los acontecimientos que se han sucedido en el país desde el pasado 30 de abril, alimentaban inicialmente la idea de que el desenlace era inminente. No fue así. Pasan las semanas, los meses y el drama se eterniza. ¿Por qué?¿Hasta cuándo?

12 may 2019 . Actualizado a las 20:39 h.

El escritor y columnista Moisés Naim, uno de los analistas más lúcidos y solventes de la realidad internacional, en una entrevista concedida días pasados al diario colombiano El Tiempo, decía que «una dictadura no se vuelve democracia instantáneamente y sin complejidades, sin dolores, sin confusiones, sin idas y venidas, sin blancos y negros, sin tristezas y alegrías, sin fracasos y éxitos. Nunca es un proceso lineal, dura mucho tiempo».

Conociendo como conoce Naim la compleja realidad del país, no de ahora, sino desde hace bastantes años, desde los tiempos en los que fue Ministro de Industria y Comercio, director del Banco Central de Venezuela y director ejecutivo de Banco Mundial, advierte que el suyo es «el país de la volatilidad, la incertidumbre y las sorpresas, en el que lo que uno pensaba permanente es transitorio y en el que lo transitorio se hace permanente».

No le falta razón. Quién iba a decir que aquel inquieto comandante que hace 25 años intentó, sin éxito, tomar el poder por las armas, cinco años más tarde lo iba a conseguir por las urnas. Tampoco había motivos para sospechar que un régimen que empezó con un respaldo masivo de todos los que querían poner coto a la corrupción y a las desigualdades sociales iba a desembocar, de forma progresiva, en una robolución sin parangón en el planeta tierra.

Habría que ser muy mal pensado para prever que el autodenominado Socialismo del siglo XXI iba a conducir a uno de los países más ricos del mundo, tanto en recursos humanos como materiales, que llegó a ser conocido como La Suiza de América Latina, a la situación de hambre, miseria y desolación en la que está viviendo desde hace más de cinco años la mayoría de su población, tras haber dilapidado y/o robado sus gobernantes y allegados las ingentes cantidades de divisas procedentes de la venta de petróleo que entraron en el país en los años de vacas gordas.

Pero no hay que ser tan suspicaz para encontrar una explicación al hecho de que, con este panorama, sigan existiendo, especialmente en nuestro país, políticos que se dicen progresistas y de izquierdas, que respalden públicamente en sus discursos a los responsables directos de esta situación, echándole la culpa de todo al imperialismo yanki.

En este contexto se ubican los cien primeros días del efecto Guaidó y la interminable agonía de un régimen que hace aguas por los cuatro costados, pero que se mantiene a flote, al menos de momento.

El pasado diez de enero un diputado treintañero asumió de forma rotatoria la presencia de la Asamblea Nacional, la única institución democrática que quedaba en el país, pero estaba neutralizada, en la práctica, por el poder ejecutivo. Este joven ingeniero industrial, un perfecto desconocido que en la anterior legislatura jugaba de suplente, para sorpresa de propios y extraños, tuvo la extraordinaria habilidad de convertir el acto formal de la toma de posesión de un presidente que se había auto reelegido seis meses antes en unas elecciones que casi nadie había reconocido como democráticas, en el punto de partida de una nueva era de la política venezolana y fue capaz de recuperar las esperanzas a un amplio sector de la ciudadanía que no ha podido o no ha querido abandonar el país para escapar del hambre y de la miseria.

Utilizando la fórmula de los Cabildos Abiertos, logró movilizar de nuevo al país denunciando la usurpación de la presidencia por un Nicolás Maduro que llevaba cuatro años lanzado en una desenfrenada huida hacia adelante frente a una oposición incapaz de frenarlo.

También logró movilizar a la inmensa mayoría de la comunidad internacional, empezando por los Estados Unidos cuyo actual gobierno desde el primer momento puso especial empeño en aprovechar esta oportunidad para acabar con el régimen de Maduro.

Un Guaidó cada vez más seguro de sí mismo y del momento histórico que estaba protagonizando, haciendo uso de la constitución bolivariana, el 23 de enero fue proclamado presidente en funciones y, dentro de la más estricta legalidad, desde entonces, no ha dejado de ejercer como tal. Eso sí, en la medida de lo posible.

Justo un mes más tarde apostó fuerte por la introducción en el país de la ayuda humanitaria que, aportada por la comunidad internacional, especialmente EE. UU, aguardaba en distintas fronteras, no consiguió ese objetivo, pero sí logró poner en evidencia el talante de un régimen que echó mano de militares y paramilitares para impedirlo y se vio forzado a aceptar más tarde la ayuda proveniente de los escasos aliados que le quedan al régimen, aunque esta sigue sin llegar a la población.

Desde el primer momento de su salida a escena, Juan Guaidó demostró tener muy claro que la llave del cambio de régimen la tienen los militares. Por eso les prometió, por activa y por pasiva, borrón y cuenta nueva si le retiran el apoyo a Maduro y apostaban por la restauración de la democracia.

Parecía que el día D iba a ser el pasado uno de mayo pero se adelantó un día por causas sobre las que existen varias versiones, casi todas verosímiles. El hecho cierto es que lo del 30 de abril se quedó en poco más que en la liberación de Leopoldo López, que se dejó ver en la base militar de La Carlota, en Caracas, junto al propio Guaidó y unos pocos militares. Estos, al no aparecer en escena todos los demás que estaban comprometidos con la denominada Operación Libertad, se acabaron rindiendo. Eso sí, Guaidó y López no fueron detenidos aunque este último tuvo que refugiarse con su familia en la Embajada de España.

Alguno de los conjurados, concretamente Manuel Ricardo Cristopher Figuera, general jefe del Sebin, la policía política de Venezuela, al que se le atribuye la coordinación de un plan en el que también aparecen implicados Mikel Moreno, Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, el comandante de la Guardia Presidencial, Iván Hernández Dala y el propio ministro de Defensa, Vladimir Padrino López, ya ha puesto tierra por medio. Antes dejó constancia formal por escrito de su lealtad a Maduro pero renunció al cargo.

Los otros tres, de momento, siguen en sus puestos y Maduro, al que todos ellos parecían estar dispuestos a apear del poder, propiciando su salida del país a un destino seguro, reaccionó después de estar 15 horas desaparecido y arremetió contra el general prófugo acusándolo de ser un agente infiltrado de la CIA.

Si la intentona del 30 de abril no salió adelante y Maduro no abandonó el país por presiones de Rusia y/o Cuba, y si en realidad el plan fracasó porque Padrino hizo un doble juego, o porque los conjurados no consiguieron para los testaferros que gestionan sus intereses en el exterior las mismas garantías de impunidad que habían obtenido para ellos, hay opiniones para todos los gustos. Algo en lo que todos los analistas coinciden es que al usurpador Maduro ya le queda menos.

Que la salida definitiva pase por una «acción militar quirúrgica y rápida», como la de Bin Laden en Pakistán, vestida de «acción militar en misión de paz», a la que se alude en las últimas horas en algunos medios, se vislumbra como una solución plausible en cuestión de semanas. Es urgente, porque la represión está alcanzando cotas sin precedentes. No satisfechos con haber declarado en desacato la Asamblea Nacional, ahora están empeñados en hacerla desaparecer secuestrando y torturando a los diputados opositores y forzándolos a pedir refugio en las embajadas o a abandonar el país.