Congo

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

INTERNACIONAL

Ed

13 ene 2019 . Actualizado a las 09:23 h.

Había anochecido ya, pero las calles seguían llenas de luces y de gente. Por las puertas abiertas de las numerosas peluquerías se veía a las mujeres congoleñas haciéndose sus elaborados peinados y parloteando en lengua lingala. Aún había vendedores con sus cajas de cartón en las que rebosaba la yuca, el tshitekutaku y la okra. Las ventanas respiraban las voces de las radios y los televisores donde se hablaba del resultado de las elecciones. Porque era jornada electoral en la República Democrática del Congo. Yo volvía de tomar una cerveza con el fotógrafo Delmi Álvarez, que, a diferencia de mí, conoce bien África, y caminábamos charlando y contemplando distraídamente la escena. De repente se empezaron a oír gritos. Dos facciones rivales, armadas con palos, se enfrentaban a golpes delante de nosotros con un entusiasmo que hacía difícil distinguir si se trataba de una pelea o de una fiesta. Pero era una pelea, como se vio en seguida cuando un participante emergió de la melé con la cara ensangrentada. Lo recuerdo ahora porque acaban de celebrarse elecciones otra vez en la República Democrática del Congo y ya hay acusaciones serias de fraude.

Aquel día reanudamos nuestro camino y nos pusimos a hablar del Congo, ese lugar extraordinario pero afligido por los peores gobernantes imaginables. Cuando llegaron los portugueses ya era un imperio esclavista. Luego, con el pretexto de poner fin a ese tráfico, el rey Leopoldo II de Bélgica lo convirtió en su colonia personal, un infierno gobernado con el látigo de piel de hipopótamo, en el que se mutilaba a quien no lograba reunir su cuota de caucho -la gran novela sobre aquella barbarie, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, termina con la palabra «horror» repetida dos veces-. Pero la independencia no fue mucho mejor que el colonialismo: a su primer gobernante, Patrice Lumumba, lo hicieron pedazos con un machete, disolvieron sus restos en ácido y un brujo arrojó sus dientes fuera de las fronteras del país para que no volviese su espectro. Su sucesor, Mobutu, fue quien hizo popular el término «cleptocracia», y, tras innumerables crímenes, tuvo que salir del país en un avión salpimentado de impactos de bala. Su sucesor, Laurent Kabila, llegó a lomos de lo que se llamó «la guerra mundial africana» y no tenía más experiencia de gestión que haber regentado un burdel en Tanzania. Murió, apropiadamente, a manos de un niño-soldado. Desde entonces, cómo no, gobierna su hijo, Joseph Kabila, que de momento se ha pasado dos años de la fecha prevista para las elecciones. Esta iba a ser la primera vez en la historia del Congo en que se produciría una transmisión pacífica del poder.

«¿Sabías que la bomba atómica de Hiroshima se fabricó con uranio del Congo?», le decía yo a Delmi. Sí, incluso ese crimen estaba escondido en las entrañas de esa tierra infeliz.

Y entonces llegamos a la Avenue de la Toison d’Or, con sus cines, sus luces y sus tiendas de ropa de marca. Todo a nuestro alrededor había belgas con la piel lechosa de las damas de Rubens, y el Congo se diluyó de golpe como un sueño. Porque en realidad no estábamos allí sino en Bruselas. Simplemente, habíamos pasado por el barrio de Matongé, donde se concentra la población de origen congoleño y ruandés. Nos separamos en la Puerta de Namur y yo seguí caminando un rato por el bulevar hasta Troonplein, donde se encuentra la estatua ecuestre del rey Leopoldo II, uno de los expoliadores del Congo. Pensé que, si escribiese un relato sobre esto, haría que su fantasma descabalgase por las noches y recorriese las calles de Matongé, curioso y avergonzado.

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