Los nicaragüenses se rebelan contra  la reencarnación del somocismo

Julio Á. Fariñas A CORUÑA

INTERNACIONAL

REUTERS

El orteguismo, la versión actual de la dictadura somocista derrocada hace 40 años, parece tener los días contados. Con las protestas callejeras multitudinarias que se suceden desde hace diez días el país vive su mayor levantamiento desde el final de la guerra civil en 1990.

29 abr 2018 . Actualizado a las 00:16 h.

Si hace 40 años el principal detonante de las protestas que pusieron punto final a la dictadura de la familia Somoza fue el asesinato del periodista y líder social, Pedro Joaquín Chamorro el 10 de enero de 1978, en esta ocasión lo ha sido la decisión gubernamental de reformar la Seguridad Social con el incremento de las aportaciones de empresarios y trabajadores y el recorte de las pensiones, una medida provocada por la drástica caída de los ingresos procedentes de Venezuela desde los tiempos del difunto comandante Chávez.

 En esta ocasión las protestas están lideradas por los estudiantes. Los jóvenes nicaragüenses, grupos minúsculos y tóxicos, según la vicepresidenta y primera dama Rosario Murillo,  no combaten con fusiles, como aquellos que vivieron la revolución de Ortega en los setenta, la guerra civil en los ochenta y los treinta años siguientes, que fueron marcados por esos dos eventos, sino con adoquines arrancados de las calles, teléfonos celulares y un hábil manejo de las redes sociales.

El pasado día 22, una semana después del inicio de unas protestas pacíficas  cuyas principales víctimas fueron los árboles de la vida de hierro y luces de neón que la primera dama había ordenado plantar a lo largo y ancho de los principales núcleos urbanos del país, el Gobierno dio marcha atrás y anunció la retirada de las medidas que las desencadenaron,  pero la brutal represión protagonizada por fuerzas policiales y militares, así como por colectivos de civiles sandinistas importados de Venezuela, que se cobró al menos 67 víctimas mortales, sigue contribuyendo a incendiar más las calles donde se sigue pidiendo a gritos el final del neosomocismo encarnado por la actual pareja presidencial.

Después de haber luchado dos guerras, de haber ganado varias elecciones y de haber ejercido un control muy considerable sobre el país durante años, Ortega parece haber perdido su manejo de las multitudes y ahora está acorralado, según los analistas que siguen de cerca el conflicto de este pequeño país caribeño.

Este ya no es el Daniel Ortega que en sus tiempos mozos, cuando se decía marxista y revolucionario, contaba con el apoyo de los trabajadores, los movimientos sociales e incluso de intelectuales como Sergio Ramírez, que fue su vicepresidente. Este es un nuevo Somoza hábilmente manejado por una primera dama experta en esoterismo y ciencias ocultas, que ha estado sembrando las semillas de este conflicto desde su regreso al poder en 2007.

Durante los últimos once años, ha cooptado todos los poderes del Gobierno, apropiándose de las instituciones del Estado y de las fuerzas de seguridad. Se ha mantenido en el poder a través de un sistema electoral de partido único, después de romper todos los candados constitucionales que impedían su reelección.

Siguiendo el modelo de la dinastía familiar somocista que había derrocado en su día, no solo fue posicionando a sus hijos de cara a la sucesión, sino que el año pasado colocó a su esposa como vicepresidenta para oficializar el poder  que venía ejerciendo desde que se unió a él, después de haberle perdonado la violación de su hija.

Unos  datos ilustrativos del cariz que está tomando el conflicto es que la élite empresarial nicaragüense, que venía haciendo pingües negocios desde la vuelta al poder de Ortega en el año 2007,  y la jerarquía eclesiástica, tanto la católica como la evangelista, que había acogido bajo palio a su régimen, a cambio de privilegios. han marcado distancias con el Gobierno, rechazando de forma clara las medidas que desencadenaron el conflicto.

Desde fuera el Departamento de Estado estadounidense pidió retirar a las familias del personal diplomático y los cruceros empezaron a cambiar su curso para no embarcar ahí.

La actual crisis de Nicaragua no pilla por sorpresa a nadie que haya seguido la evolución del histórico líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional que puso fin a la dictadura de Anastasio Somoza en el año 1979, gobernó durante la década de los ochenta, derrotó a la contrarrevolución auspiciada y financiada por la administración Reagan, convocó y perdió elecciones en 1990 y las perdió frente a Violeta Chamorro.

El astuto comandante recuperó el poder en las urnas en el año 2007, tras tres derrotas consecutivas. Subido al carro del Socialismo del siglo XXI, consiguió acaparar  el grueso de las dádivas generadas por el dispendio chavista.

En 11 años, la supuesta  cooperación venezolana le desembolsó más de 4.000 millones de petrodólares, una parte de los cuales engrosaron la fortuna de la familia presidencial y le sirvieron para  controlar medios de comunicación, formar empresas al amparo del Estado, a las que beneficiaba con jugosos contratos. Ello propició el surgimiento de una nueva oligarquía económica que ha sido bautizada como la burguesía orteguista y crearon un clima de estabilidad económica que  a su vez generó una gran corrupción.

De esa supuesta cooperación sólo una mínima parte llegó a las clases populares, casi siempre en las campañas electorales, lo que le generó una excelente rentabilidad en votos.

La galopante crisis venezolana afectó de lleno a las exportaciones nicaragüenses al gobierno chavista. La drástica caída de los ingresos del Estado dejó en el aire al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social que tiene que hacer frente a más de 200.000 pensiones con cuantías que oscilan entre los 300 y los 500 dólares mensuales. Como está al borde de la quiebra, el Gobierno pretendía subir las aportaciones de los trabajadores del 6, 25% al 7 % y las de las empresas del 19 % al 21%. También pretendía imponer unas aportaciones del 5% a los pensionistas en concepto de cobertura de enfermedades.

Este fue el detonante de un conflicto que puede convertirse  en el epitafio de un régimen que pretende perpetuarse como dinastía familiar con apariencias democráticas y para el que todo apunta que comenzó la cuenta atrás.