Las razones de Angela

INTERNACIONAL

Hasta el final, las autoridades alemanas parecían aferrarse a la esperanza de que la masacre de Berlín no fuese un atentado yihadista

22 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Hasta el final, las autoridades alemanas parecían aferrarse a la esperanza de que la masacre de Berlín no fuese un atentado yihadista. Llegado un punto, la cautela rozó el autoengaño. Veinticuatro horas después del ataque, a pesar de que el modus operandi era idéntico al del atentado de Niza en julio, a pesar de que había aparecido asesinado el conductor del camión con el que se llevó a cabo la matanza, a pesar incluso de que el Estado Islámico había reivindicado la autoría, el ministro del Interior seguía tratando la hipótesis del atentado yihadista como «una línea de investigación entre muchas otras».

La esperanza era vana, pero también reveladora de lo devastador que es este atentado para una sociedad como la alemana. Hechos similares en Francia o Bélgica suponen un golpe muy duro también, y suscitan preguntas sobre la convivencia y la integración. Pero en el caso de Alemania hay algo más: obligan a cuestionar la esencia misma del país.

Durante décadas, Alemania se han acostumbrado a imaginarse como un lugar utópico, una «sociedad de la bienvenida», un país de acogida. El multiculturalismo alemán, a diferencia del británico, el francés o el belga, no es el producto de la prosperidad y el legado colonial, sino una elección ética, una expiación por los pecados del pasado.

Fue eso lo que hizo posible el proyecto repentino de Angela Merkel de absorber millón y medio de inmigrantes y refugiados en cuestión de meses sin que apenas surgiesen protestas. Para llevar a cabo su propósito, la canciller no dudó en hacer saltar por los aires las normativas europeas sobre inmigración. No le importó que esto supusiese un golpe mortal al Acuerdo de Schengen, y quizás a la propia Unión Europea, si consideramos que en el sí británico al brexit tuvo mucho que ver el caos de fronteras que se produjo entonces en Europa. 

Merkel, la hija de un pastor protestante, parecía guiarse más por una misión religiosa de redención que por un proyecto político. Quienes se sorprendieron entonces con su generosidad para con los refugiados sirios después de haber visto cómo castigaba al pueblo griego por sus pecados económicos no entienden a Merkel. En ambos casos, actuó como una moralista.

Desde entonces, la canciller ha tenido que rectificar mucho. Sin abandonar la retórica de las puertas abiertas, ha tenido que endurecer las normas sobre asilo y refugio, no tanto por las protestas de la extrema derecha como por el caos que se ha generado. El número de inmigrantes y refugiados acogidos en Alemania ha caído de más de un millón el año pasado a unos 200.000 este año. Por ejemplo, el tunecino que buscaba ayer la policía como principal sospechoso del atentado de Berlín entró como refugiado en el 2015 y este año ya se le había denegado el asilo, aunque su orden de deportación estaba pendiente del papeleo y la policía le había perdido la pista.

«Sería especialmente repugnante que el autor fuese un refugiado», decía el martes Merkel refiriéndose a la masacre de Berlín. De nuevo no era la canciller la que hablaba, sino la moralista que se sentía traicionada.